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Mi niño interior

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él, con la boca ocupada y a mí, fuera de peligro. Tenía terror de mi inexperiencia,

terror de su lujuria sin freno, terror del fuego del purgatorio, terror de que me besara,

terror de que no me gustara, terror de que me gustara mucho...”

En otra escena, Alicia, quien resiente mucho de su padre que nunca se acuerde de cómo

se llama, le confiesa a su novio, cuando este está a punto de terminar con ella: “Me

enamoré de vos sólo porque te acordaste de mi nombre.” A lo que él responde, en son

de burla: “Fue muy fácil. Mi tía, que es monja cartuja, se llama Alicia.”. Otra vez se

repite el abandono, el desamor, la falta de interés del otro.

En forma tragicómica Alicia nos dice: “Hice todo lo que me ordenaron. Las cosas más

espantosas: poner la mesa, quitar la mesa, lavar los platos, secar los platos, guardar

los platos, poner la mesa. Sentarme con las piernas cerradas. No rascarme en público,

no estirarme en público, no bostezar en público. No hablar en público. Sentarme con

las piernas cerradas. Saqué los codos de la mesa, pedí permiso para retirarme,

permiso para quedarme, permiso para pedir permiso.”

“La cosa triste... es que creo que nunca le gusté a papá. El nunca me encontró bonita.

Ni siquiera me encontró fea. De hecho nunca me encontró: yo era invisible para él.

Transparente. Como la gelatina dietética, que nadie la prueba por insulsa. Insulsa

Pocacosa, así debió llamarme.”

Alicia está esperando a un hombre, uno que sea su pareja, ese con el cual compartir su

vida. Ella, al igual que nosotros, busca una persona que calce con sus anhelos infantiles.

Sin embargo muy a menudo nuestra relación de pareja, en vez de colmar nuestras

necesidades no satisfechas, revive más bien experiencias pasadas traumáticas, y

toleramos el mal trato, los gritos, la falta de reconocimiento, el no tener o hacer lo que

deseamos, porque estamos conviviendo con ese niño herido sin darle la oportunidad de

su sanación.

Este niño, presente en nuestros vínculos adultos, manifiesta una insaciable sed de amor,

atención, afecto. Nos volvemos demandantes y saboteamos lo que nos dan, debido a

nuestra confusión: no logramos separar nuestro mundo interno de la realidad exterior.

Necesitamos ser conscientes de nuestras reacciones vinculares para terminar con la

frustración y posibilitar los cambios. Cuanto más claro sea para nosotros el origen de

nuestras reacciones, más posibilidades tendremos de mejorar la calidad de nuestros

vínculos. Si entiendo por qué una determinada conducta de mi pareja me molesta, podré,

desde el adulto que hoy soy, poner límites a esta manera de actuar y explicar la causa de

mi intolerancia.

Los sentimientos no verbalizados en la infancia quedan reprimidos, pero inevitablemente

irrumpen más tarde. Reclamamos entonces, peleamos, exigimos a nuestra pareja lo que

nunca pudimos pedir a nuestras figuras significativas en la infancia. Al comprender esta

mecánica estamos en condiciones de recibir la respuesta del otro como algo propio de su

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