Mi niño interior
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Los límites facilitan la convivencia. Si queremos amor, para amarnos cada uno
debe ser el que es, debe asumir sus creencias, sus gustos, sus vivencias.”
Los conflictos surgen cuando uno quiere imponer al otro una conducta, una acción, una
manera de interpretar los hechos. La negociación, en ese caso, deviene la única vía
posible hacia una solución. Identificar cuál es el conflicto verdadero reviste una especial
importancia, pues la mayoría de las veces este se encuentra oculto, más allá de lo que se
discute en ese momento, más allá de lo que se percibe en la superficie.
Hay dos cosas que deben ser claramente entendidas: “qué quiero yo” y “qué quiere el
otro”. Esto nos llevará a abordar la negociación con el convencimiento de que queremos
llegar a una solución aceptada por ambas partes. Una solución que no lleve implícita una
imposición, sino una solución donde ambas partes se sientan satisfechas. Cuanta más
claridad tengamos sobre lo que está sucediendo, mejor podremos revisar nuestros límites
y ver qué es negociable y qué no.
Ceder no resuelve el conflicto: la paz a cualquier precio no sirve. Posponer el conflicto
tampoco. ¿Qué actitud tomar, entonces?
Primero que todo, revisar nuestras convicciones sobre la cuestión en conflicto. Al iniciar
el proceso confrontamos un punto de vista diferente del nuestro, lo que nos obliga a
reflexionar, a replantearnos los fundamentos de nuestro pensamiento, a eventualmente
reconocer errores, a percibir necesidades de cambio antes no sospechadas.
El siguiente paso es crear un clima de responsabilidad compartida a través del diálogo,
hablando claro con nuestra pareja, con nuestros hijos, con nuestros amigos. Las
decisiones compartidas no pueden más que enriquecer el vínculo.
El respeto se genera con la libertad de la que gocen los interlocutores para decidir, de
ninguna manera con el autoritarismo. Este no fundamenta decisión alguna, tan sólo
lesiona a los demás imponiendo acciones arbitrariamente, justificando castigos,
invadiendo los derechos del otro.
El rol de padres, por ejemplo, no autoriza a imponer límites caprichosa e
injustificadamente a los hijos. Deben ser fundamentados, debe mostrarse la razón que los
genera. Es imprescindible dialogar: el hijo está en capacidad de entender y no debe ser
subestimado. Qué distinto sería si en lugar de un “No vas a bailar y punto” o un “Cállese
la boca, se lo digo yo y basta ” explicáramos las razones que mueven a esa
determinación. Quizás sería incluso posible que nos demostraran que estamos
equivocados.
Cuánto de la baja autoestima que a tantos hunde en el abatimiento, está generada por
estos límites rígidos y autoritarios, sin fundamento, que exige a los hijos más de lo que
pueden dar por su edad y madurez, que los descalifica al menor error.
Cuántas veces un padre se sienta al lado de su hijo para ayudarlo en sus tareas, y lo que
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