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Una-tierra-prometida (1)

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vez de eso, el mismo día después de las elecciones empezamos a diseñar un

posible camino para llegar a la Casa Blanca.

Nuestro encuestador, Paul Harstad, revisó los números y vio que yo ya

estaba en la primera línea de candidatos. Discutimos el calendario de

primarias y mítines, sabiendo que para la campaña de un primerizo como yo

todo dependería de ganar los primeros estados, sobre todo Iowa.

Trabajamos sobre lo que nos pareció un presupuesto realista y pensamos en

cómo íbamos a recaudar los cientos de millones de dólares que iban a ser

necesarios solo para conseguir ganar la nominación del Partido Demócrata.

Pete y Alyssa presentaron planes para esquivar mis obligaciones en el

Senado durante la campaña. Axelrod preparó un memorándum destacando

los temas de una potencial campaña y cómo —dado el absoluto rechazo de

los votantes por Washington— mi mensaje de cambio podía compensar mi

evidente falta de experiencia.

A pesar del poco tiempo que tuvimos, todo el mundo cumplió con su

tarea con diligencia y cuidado. Me impresionó especialmente David

Plouffe. A sus treinta y muchos, delgado e intenso, de rasgos marcados y

unos modales serios pero informales a la vez, había dejado la universidad

para trabajar en una serie de campañas demócratas y había dirigido también

el Comité de Campañas Senatoriales Demócratas antes de que lo contratara

la consultora de Axelrod. Un día me senté a escucharlo mientras trazaba

una fórmula para afianzarnos estado por estado usando por un lado nuestras

bases de voluntarios y por otro internet, y poco después le dije a Pete que si

lo conseguíamos, Plouffe me parecía el mejor candidato para jefe de

campaña.

«Es excelente —dijo Pete—. Aun así, tal vez cueste un poco

convencerle, tiene niños pequeños.»

Aquella fue una de las cosas más llamativas de las discusiones que

mantuvimos durante ese mes: el equipo completo demostraba tener una

ambivalencia muy parecida a la mía. No era solo que mi candidatura

siguiera siendo improbable, tanto Plouffe como Axelrod eran muy francos

al afirmar que para ganar a Hillary Clinton, una «marca nacional», habría

que hacer una jugada casi perfecta. No, lo que les volvía más cautos era el

hecho de que, a diferencia de mí, habían vivido campañas presidenciales

muy de cerca. Conocían muy bien la naturaleza extenuante de aquella

empresa. Sabían el peaje que tendríamos que pagar no solo yo y mi familia,

sino todos ellos y sus familias también.

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