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Una-tierra-prometida (1)

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con Kenia contra el grupo terrorista Al Shabab; abordé un helicóptero que

me llevó desde Djibuti hasta Etiopía, donde había personal del ejército

estadounidense colaborando con refuerzos para reparar los daños de las

inundaciones, y finalmente viajé a Chad para visitar a los refugiados de

Darfur. En cada una de esas paradas, vi hombres y mujeres comprometidos

en una tarea heroica y en circunstancias imposibles. En cada una de esas

paradas todo el mundo me decía lo mucho que Estados Unidos podía hacer

para aliviar el sufrimiento.

Y en cada una de esas paradas me preguntaban si me iba a presentar a las

elecciones.

Solo unos días después de mi regreso a Estados Unidos, viajé a Iowa para

dar el discurso inaugural del Steak Fry del senador Tom Harkin, tradición

anual con una importancia añadida en las vísperas de las elecciones

presidenciales, ya que Iowa siempre ha sido el primer estado en votar en el

proceso de primarias. Yo había aceptado la invitación meses antes —Tom

me había pedido hablar a mí precisamente para evitar tener que elegir entre

todos los aspirantes a la presidencia que codiciaban el puesto— pero mi

aparición no hizo más que acrecentar la especulación. Cuando abandonaba

el recinto ferial después de mi discurso, Steve Hildebrand, un antiguo

director político del Comité de Campañas Senatoriales Demócratas y un

viejo guía de Iowa al que Pete había reclutado para que me enseñara cómo

funcionaba todo, me llevó a un lado y me dijo: «Ha sido la bienvenida más

calurosa que he visto en este lugar. Puedes ganar en Iowa, Barack, lo

presiento. Y si ganas en Iowa puedes ganar la candidatura».

A veces me sentía como si la marea y la corriente de las expectativas de

los demás me hubiesen sorprendido y arrastrado antes de que yo tuviera

tiempo de definir las mías con claridad. La temperatura subió aún más

cuando un mes después se publicó mi libro, justo una semana antes de las

elecciones de medio mandato. Me había pasado todo el año trabajando en

él, por las noches en mi apartamento de Washington y los fines de semana

cuando Michelle y las niñas se iban a la cama, y hasta en Djibuti, donde

estuve dando vueltas durante varias horas tratando de hacerle llegar a mi

editora algunas correcciones de las galeradas. Nunca había tenido la

intención de que el libro sirviera como una especie de manifiesto electoral;

lo único que quería era mostrar mis ideas sobre el estado actual de la

política del país de una manera atractiva y vender suficientes copias para

justificar el generoso anticipo que me habían pagado.

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