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Una-tierra-prometida (1)

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despacho más poderoso del mundo era la megalomanía, parecía que yo

había pasado la prueba.

Aquellos pensamientos me dejaron de un humor sombrío cuando partí en

agosto a una visita de diecisiete días por África. En Sudáfrica hice el paseo

en barco hasta Robben Island y estuve en la celda en la que Nelson

Mandela pasó la mayor parte de sus veintisiete años de cárcel, manteniendo

la esperanza de que llegaría un cambio. Conocí a los miembros del Tribunal

Supremo de Sudáfrica, hablé de una clínica del sida con los médicos y pasé

un rato con el obispo Desmond Tutu, cuyo alegre espíritu ya había conocido

durante su visita a Washington.

«De modo que es cierto, Barack —dijo con una pícara sonrisa—. ¿Vas a

ser nuestro primer presidente africano de Estados Unidos? ¡Eso nos haría

estar muuuy orgullosos!»

Desde Sudáfrica volé hasta Nairobi, donde se unieron Michelle y las

niñas, acompañadas de nuestra amiga Anita Blanchard y sus hijas. Incitados

por una omnipresente cobertura de la prensa local, la respuesta keniata a

nuestra presencia fue desmesurada. Me maravilló la visita a Kibera, uno de

los asentamientos de chabolas más grandes de África, con miles de

personas apiñadas a lo largo de sinuosos senderos de tierra roja coreando mi

nombre. Mi hermanastra Auma había organizado con esmero un viaje

familiar a la provincia de Nyanza para que pudiéramos enseñar la casa de

los ancestros de mi padre en la región occidental del país a Sasha y Malia.

De camino, nos sorprendió ver la autopista repleta de gente durante

kilómetros saludándonos. Y cuando Michelle y yo nos detuvimos en una

clínica móvil para hacernos públicamente un test del VIH y demostrar así

que era seguro, apareció una multitud de miles de personas que rodeó

nuestro vehículo y le dio un buen susto al servicio diplomático de

seguridad. Solo conseguimos librarnos de la conmoción cuando salimos de

safari y nos vimos entre leones y demás bestias salvajes.

«Te lo digo en serio, Barack, ¡esos tipos se creen que ya eres presidente!

—bromeó Anita aquella tarde—. Resérvame un asiento en el Air Force

One, ¿vale?»

Ni Michelle ni yo nos reímos.

La familia regresó a Chicago y yo continué mi viaje hasta la frontera

entre Kenia y Somalia para recibir el informe de la oficina de cooperación

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