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Una-tierra-prometida (1)

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Washington. Durante más de cuatro décadas en el Senado, había estado en

la primera línea de todas las causas progresistas más importantes, desde los

derechos civiles hasta el salario mínimo para la atención sanitaria. Con su

gran corpulencia, su enorme cabeza y su melena leonina de pelo blanco

llenaba la habitación en la que entraba. Era el raro senador que acaparaba la

atención de todos cuando se levantaba lentamente de su asiento en la

Cámara metiéndose la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca de sus

gafas o sus notas, aquel icónico barítono de Boston empezaba siempre sus

intervenciones con un «Gracias, señora presidenta». Desenvolvía sus

argumentos como el hilo de un carrete, se le enrojecía el rostro y alzaba la

voz como un predicador hasta adquirir un crescendo, no importaba lo

mundano que fuera el tema que se discutía. Cuando terminaba su discurso,

echaba la cortina otra vez y se convertía de nuevo en el viejo y amistoso

Teddy, siempre apoyando la mano en el hombro o el antebrazo de la gente,

susurrando algo en sus oídos o estallando en una calurosa carcajada que

hacía que no te importara que en realidad lo que pretendía era ablandarte

para que votaras a favor de algo que le interesaba.

El despacho de Teddy, en la tercera planta del edificio Russell de oficinas

del Senado, era un reflejo del hombre que lo habitaba: encantador y repleto

de historia, con las paredes cubiertas de fotografías de Camelot y maquetas

de barcos y cuadros de Cape Cod. Me llamó particularmente la atención un

cuadro de unas rocas oscuras y escarpadas que se inclinaban sobre un mar

picado y cubierto de espuma.

—Ese me llevó un buen rato para que me saliera bien —dijo Teddy

asomándose a mi lado—. Tres o cuatro intentos.

—Mereció la pena el esfuerzo —respondí.

Nos sentamos en aquel santuario íntimo con las cortinas echadas y una

luz suave y empezó a contarme historias sobre navegación, sobre sus hijos,

y varias batallas que había tenido en el Senado. Historias irreverentes,

divertidas. De cuando en cuando se iba por las ramas, pero volvía enseguida

al relato principal, pronunciando a veces solo un fragmento o un

pensamiento, aunque los dos sabíamos que aquello no era más que una

representación, que girábamos en círculos alrededor del verdadero motivo

de mi visita.

—En fin... —terció al final—. He oído rumores de que vas a presentar tu

candidatura a la presidencia.

Le dije que era poco probable, pero que aun así quería su consejo.

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