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Una-tierra-prometida (1)

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que desarrollarse de manera tranquila y serena durante mucho tiempo, un

esfuerzo que requería no solo de confianza y convicción sino también de

enormes cantidades de dinero y la buena voluntad de las muchas personas

que tendrían que acompañarme por cada uno de los cincuenta estados, dos

años enteros de primarias y reuniones para designar a los candidatos.

Había ya cierto número de senadores y senadoras demócratas —Joe

Biden, Chris Dodd, Evan Bayh y, por supuesto, Hillary Clinton— que

habían sentado las bases para una posible candidatura. Algunos ya se

habían presentado en el pasado, todos llevaban años preparándose y tenían

una legión sólida de equipos, donantes y líderes locales dispuestos a

ayudarles. A diferencia de mí, la mayoría de ellos tenían en su haber todo

un listado de importantes logros legislativos. Y además me gustaban. Me

habían tratado bien y por lo general compartían mis opiniones sobre la

situación, eran más capaces de llevar a cabo una campaña eficiente, y más

aún, de dirigir con eficiencia la Casa Blanca. Si bien estaba cada vez más

convencido de que yo podía atraer a votantes de formas en las que ellos no

podían —si sospechaba que la única forma de despertar a Washington y

darle una esperanza, precisaba de una coalición más amplia de la que ellos

podían reunir, un lenguaje distinto del que usaban ellos—, entendía también

que mi condición de favorito era en parte una ilusión, el resultado de la

cobertura de unos medios amistosos y de un hambre acumulada por

cualquier cosa que sonara a nuevo. El enamoramiento podía invertirse en

cualquier momento, lo sabía, y entonces pasaría de estrella emergente a

joven inexperto lo bastante presuntuoso para pensar que podía dirigir el país

a menos de la mitad de su primer mandato.

Es mejor esperar, me decía a mí mismo. Mostrar el debido respeto,

recoger la calderilla, esperar mi turno.

Una luminosa tarde de primavera, Harry Reid me pidió que me pasara

por su despacho. Subí como pude los altos escalones de mármol desde la

cámara del Senado hasta la segunda planta mientras sentía a cada paso

desde lo alto las miradas severas de ojos oscuros de los retratos de todos

aquellos hombres muertos hace mucho tiempo. Harry me saludó en la zona

del recibidor y me llevó a su despacho, una habitación amplia y de techo

alto con las mismas intrincadas molduras, los mismos azulejos y las

espectaculares vistas de las que disfrutan otros senadores veteranos, pero

menos provisto de recuerdos, fotos o apretones de manos con famosos.

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