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Una-tierra-prometida (1)

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Rara vez pasa una semana sin que me cruce con alguien —un amigo, un

simpatizante, o un completo desconocido— que insista en que sabía que iba

a llegar a ser presidente desde el momento en que me conoció o desde la

primera vez que me oyó hablar en televisión. Me lo dicen con afecto,

convicción y cierta dosis de orgullo en su perspicacia política, su capacidad

para descubrir el talento o sus dotes adivinatorias. A veces lo exponen en

términos religiosos. Dios tenía un plan para ti, afirman. Yo sonrío y les

contesto que ojalá me hubiesen dicho eso mismo cuando estaba pensando

en presentarme; me habría evitado un montón de estrés e inseguridades.

Lo cierto es que nunca he creído demasiado en el destino. Me preocupa

que aliente la resignación de quienes no tienen nada y también la

complacencia de los poderosos. Tengo la sospecha de que el plan de Dios,

sea cual sea, es de una escala demasiado enorme como para incluir nuestras

mortales tribulaciones, pues en el transcurso de una sola vida los accidentes

y las casualidades determinan más cuestiones de las que nos molestamos en

reconocer. Creo que lo mejor que podemos hacer es tratar de alinearnos con

lo que sentimos como bueno, intentar sacar algo en claro de nuestra

confusión y en todo momento jugar la mano que nos ha tocado con

elegancia y coraje.

Recuerdo que en la primavera de 2006 presentarme a las siguientes

elecciones presidenciales todavía era poco probable, pero ya no estaba por

completo fuera del ámbito de lo posible. Nuestro despacho del Senado a

diario se veía inundado de peticiones de los medios. Todos los partidos

estatales y los candidatos para las elecciones de medio mandato de

noviembre querían que participara en sus actos, y nuestra rotunda negativa

a presentarme lo único que hizo fue acrecentar la especulación.

Una tarde, Pete entró en mi oficina y cerró la puerta tras él.

—Quiero preguntarte algo —me dijo.

Yo levanté la mirada de las cartas electorales que estaba firmando.

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