Una-tierra-prometida (1)
de polvo. En cada parada, conocíamos oficiales y soldados que eraninteligentes y valerosos, y a los que impulsaba la convicción de que, consuficiente apoyo militar, formación técnica y trabajo duro, Irak podría algúndía salir adelante. Pero mis conversaciones con periodistas y con un puñadode altos responsables iraquíes me contaban otra historia diferente. Se habíandesatado espíritus malvados, me decían, y tanto las matanzas como lasrepresalias entre suníes y chiíes hacían que la perspectiva de unareconciliación resultase remota, cuando no inalcanzable. Daba la impresiónde que lo único que mantenía unido el país eran los miles de jóvenessoldados y marines que habíamos desplegado, muchos de los cuales estabanrecién salidos del instituto. Ya habían muerto más de dos mil, y muchosmiles más habían resultado heridos. Parecía evidente que, cuanto más seprolongase la guerra, más se centraría nuestro enemigo, a menudo invisiblee incomprensible, en nuestros soldados.En el vuelo de vuelta a Estados Unidos no pude sacudirme la idea de queesos chavales estaban pagando el precio de la arrogancia de hombres comoDick Cheney y Donald Rumsfeld, que nos empujaron a una guerrabasándose en información defectuosa y que seguían negándose a afrontarplenamente las consecuencias. El hecho de que más de la mitad de miscolegas demócratas hubiesen dado su aprobación a este fiasco me generabauna inquietud de naturaleza completamente distinta. Me planteaba qué seríade mí cuanto más tiempo pasase en Washington, cuanto más integrado ycómodo me encontrase. De pronto entendí cómo podía suceder: elgradualismo y los buenos modales, el continuo posicionamiento de cara alas siguientes elecciones y el pensamiento de rebaño propio de las tertuliastelevisivas se conjuraban para ir socavando tus mejores intenciones yerosionando tu independencia hasta que las creencias que alguna vez tuvistese perdían para siempre.Si había estado a punto de sentirme satisfecho, de pensar que estaba en eltrabajo adecuado, haciendo lo correcto y a un ritmo aceptable, el Katrina ymi visita a Irak me detuvieron en seco. El cambio tenía que llegar másrápido. Y yo iba a tener que decidir cuál iba a ser mi papel a la hora dehacerlo realidad.
4Rara vez pasa una semana sin que me cruce con alguien —un amigo, unsimpatizante, o un completo desconocido— que insista en que sabía que ibaa llegar a ser presidente desde el momento en que me conoció o desde laprimera vez que me oyó hablar en televisión. Me lo dicen con afecto,convicción y cierta dosis de orgullo en su perspicacia política, su capacidadpara descubrir el talento o sus dotes adivinatorias. A veces lo exponen entérminos religiosos. Dios tenía un plan para ti, afirman. Yo sonrío y lescontesto que ojalá me hubiesen dicho eso mismo cuando estaba pensandoen presentarme; me habría evitado un montón de estrés e inseguridades.Lo cierto es que nunca he creído demasiado en el destino. Me preocupaque aliente la resignación de quienes no tienen nada y también lacomplacencia de los poderosos. Tengo la sospecha de que el plan de Dios,sea cual sea, es de una escala demasiado enorme como para incluir nuestrasmortales tribulaciones, pues en el transcurso de una sola vida los accidentesy las casualidades determinan más cuestiones de las que nos molestamos enreconocer. Creo que lo mejor que podemos hacer es tratar de alinearnos conlo que sentimos como bueno, intentar sacar algo en claro de nuestraconfusión y en todo momento jugar la mano que nos ha tocado conelegancia y coraje.Recuerdo que en la primavera de 2006 presentarme a las siguienteselecciones presidenciales todavía era poco probable, pero ya no estaba porcompleto fuera del ámbito de lo posible. Nuestro despacho del Senado adiario se veía inundado de peticiones de los medios. Todos los partidosestatales y los candidatos para las elecciones de medio mandato denoviembre querían que participara en sus actos, y nuestra rotunda negativaa presentarme lo único que hizo fue acrecentar la especulación.Una tarde, Pete entró en mi oficina y cerró la puerta tras él.—Quiero preguntarte algo —me dijo.Yo levanté la mirada de las cartas electorales que estaba firmando.
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de polvo. En cada parada, conocíamos oficiales y soldados que eran
inteligentes y valerosos, y a los que impulsaba la convicción de que, con
suficiente apoyo militar, formación técnica y trabajo duro, Irak podría algún
día salir adelante. Pero mis conversaciones con periodistas y con un puñado
de altos responsables iraquíes me contaban otra historia diferente. Se habían
desatado espíritus malvados, me decían, y tanto las matanzas como las
represalias entre suníes y chiíes hacían que la perspectiva de una
reconciliación resultase remota, cuando no inalcanzable. Daba la impresión
de que lo único que mantenía unido el país eran los miles de jóvenes
soldados y marines que habíamos desplegado, muchos de los cuales estaban
recién salidos del instituto. Ya habían muerto más de dos mil, y muchos
miles más habían resultado heridos. Parecía evidente que, cuanto más se
prolongase la guerra, más se centraría nuestro enemigo, a menudo invisible
e incomprensible, en nuestros soldados.
En el vuelo de vuelta a Estados Unidos no pude sacudirme la idea de que
esos chavales estaban pagando el precio de la arrogancia de hombres como
Dick Cheney y Donald Rumsfeld, que nos empujaron a una guerra
basándose en información defectuosa y que seguían negándose a afrontar
plenamente las consecuencias. El hecho de que más de la mitad de mis
colegas demócratas hubiesen dado su aprobación a este fiasco me generaba
una inquietud de naturaleza completamente distinta. Me planteaba qué sería
de mí cuanto más tiempo pasase en Washington, cuanto más integrado y
cómodo me encontrase. De pronto entendí cómo podía suceder: el
gradualismo y los buenos modales, el continuo posicionamiento de cara a
las siguientes elecciones y el pensamiento de rebaño propio de las tertulias
televisivas se conjuraban para ir socavando tus mejores intenciones y
erosionando tu independencia hasta que las creencias que alguna vez tuviste
se perdían para siempre.
Si había estado a punto de sentirme satisfecho, de pensar que estaba en el
trabajo adecuado, haciendo lo correcto y a un ritmo aceptable, el Katrina y
mi visita a Irak me detuvieron en seco. El cambio tenía que llegar más
rápido. Y yo iba a tener que decidir cuál iba a ser mi papel a la hora de
hacerlo realidad.