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Una-tierra-prometida (1)

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abandonadas por un Gobierno que a menudo parecía ciego o indiferente a

sus necesidades.

Sentí las penurias que estaban sufriendo como una admonición, y al ser el

único afroamericano en el Senado, decidí que había llegado el momento de

poner fin a mi moratoria a aparecer en los medios de ámbito nacional.

Intervine en los telediarios para argumentar que, aunque no creía que el

racismo fuese la causa de la fallida respuesta al desastre del Katrina, sí

evidenciaba lo poco que el partido en el Gobierno, y Estados Unidos en

conjunto, había invertido en abordar el aislamiento, la pobreza

intergeneracional y la falta de oportunidades que persistían en amplias

franjas de la población del país.

De vuelta en Washington, trabajé con mis colegas en la elaboración de

planes para ayudar a reconstruir la región del golfo formando parte de la

Comisión de Seguridad Interior y Asuntos Gubernamentales. Pero sentí que

la vida en el Senado había cambiado. ¿Cuántos años debía pasar allí para

tener una influencia real en la vida de las personas que había conocido en

Houston? ¿Cuántas sesiones de comisión, enmiendas fallidas y provisiones

presupuestarias negociadas con un presidente de comisión inflexible harían

falta para compensar las actuaciones equivocadas de un solo director de la

Agencia Federal para la Gestión de Emergencias, de un funcionario de la

Agencia de Protección Ambiental o de un empleado cualquiera en un cargo

de confianza del Departamento de Trabajo?

Esa sensación de impaciencia se agravó aún más cuando, unos meses

más tarde, me sumé a una pequeña delegación del Congreso que iba a

visitar Irak. Casi tres años después de la invasión liderada por Estados

Unidos, la Administración no podía seguir negando el desastre en el que la

guerra se había convertido. Al disolver el ejército iraquí y permitir que la

mayoría chií expulsase de forma agresiva a gran cantidad de musulmanes

suníes de puestos en la Administración, los responsables estadounidenses

habían creado una situación caótica y cada vez más peligrosa. Irak había

caído en un sangriento conflicto sectario, marcado por la intensificación de

los ataques suicidas, las explosiones al paso de vehículos y la detonación de

coches bomba en abarrotados mercados callejeros.

Nuestro grupo visitó bases militares estadounidenses en Bagdad, Faluya

y Kirkuk, y desde los helicópteros Black Hawk que nos transportaban el

país entero se veía exhausto, las ciudades acribilladas por fuego de mortero,

las carreteras inquietantemente tranquilas, el paisaje cubierto por una capa

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