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Una-tierra-prometida (1)

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A lo largo de la semana que pasé viajando con Dick, una borrasca tropical

formada sobre las Bahamas había atravesado Florida y se había posado en

el golfo de México, desde donde, tras acumular energía sobre esas aguas

más cálidas, puso rumbo a las costas meridionales de Estados Unidos.

Cuando nuestra delegación del Senado aterrizó en Londres para reunirse

con el primer ministro Tony Blair, ya se estaba consumando una catástrofe

atroz de enormes dimensiones. El huracán Katrina tocó tierra con vientos de

doscientos kilómetros por hora, arrasó pueblos enteros a lo largo de la costa

del golfo, destruyó infinidad de diques y sumergió bajo las aguas gran parte

de Nueva Orleans.

Pasé media noche en vela viendo las noticias, pasmado ante la pesadilla

turbia y primitiva que se abatía sobre la pantalla del televisor. Había

cadáveres flotando, pacientes ancianos atrapados en hospitales, disparos y

saqueos, refugiados hacinados que perdían la esperanza. Ver tanto

sufrimiento ya era suficientemente espantoso; ver la lenta respuesta del

Gobierno y la vulnerabilidad de tantas personas pobres y de clase

trabajadora hizo que sintiese vergüenza.

Unos días más tarde acompañé a George H. W. y Barbara Bush, junto

con Bill y Hillary Clinton, en una visita a Houston, hasta donde habían sido

trasladadas miles de personas desplazadas por el huracán para alojarlas en

los albergues de emergencia que se habían dispuesto en el inmenso centro

de convenciones Astrodome. Junto con la Cruz Roja y la Agencia Federal

para la Gestión de Emergencias, la Administración municipal había estado

trabajando noche y día para satisfacer las necesidades básicas, pero

caminando entre las camas de campaña, de pronto tomé conciencia de que a

muchas de las personas que estaban allí, la mayoría de ellas negras, las

habían abandonado mucho antes del huracán, mientras luchaban por

sobrevivir en los márgenes, sin ahorros ni red de seguridad. Escuché sus

historias sobre los hogares que habían perdido y los seres queridos que

habían desaparecido en la inundación, sobre la imposibilidad de evacuar la

ciudad porque no tenían coche o no podían trasladar a un padre o madre

enfermos; personas que no eran distintas de aquellas con las que había

trabajado como trabajador comunitario en Chicago. No eran distintas de las

tías o los primos de Michelle. Por mucho que mis circunstancias hubieran

cambiado, las suyas seguían siendo iguales. La política del país se mantenía

invariable. Personas olvidadas cuyas voces resonaban en todos los rincones,

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