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Una-tierra-prometida (1)

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un vuelo de un par de horas hacia el sudeste hasta Saratov y después

seguimos otra hora por carretera para visitar un almacén nuclear secreto

donde la financiación estadounidense había ayudado a mejorar la seguridad

de los misiles rusos. (También nos obsequiaron con una comida que incluía

borsch y una especie de gelatina de pescado, que Dick se comió sin

rechistar mientras yo la repartía por mi plato como un niño de seis años.)

Cuando visitamos la ciudad de Perm, junto a los montes Urales,

deambulamos por un cementerio de carcasas de misiles SS-24 y SS-25, los

últimos vestigios de cabezas nucleares tácticas que en épocas pasadas

apuntaron hacia Europa. En Donetsk, en la región oriental de Ucrania,

recorrimos una instalación en la que naves enteras de armas convencionales

—munición, explosivos de alta calidad, misiles tierra-aire e incluso bombas

de pequeño tamaño ocultas en juguetes para niños— recogidas a lo largo y

ancho del país esperaban a ser destruidas. En Kiev, nuestros anfitriones nos

llevaron a un destartalado complejo de tres plantas sin vigilancia en el

centro de la ciudad donde la Nunn-Lugar estaba financiando la instalación

de nuevos sistemas de almacenamiento de muestras para investigaciones

biológicas de la época de la Guerra Fría, entre las que había cepas de

bacterias del ántrax y la peste bubónica. Todo ello resultó aleccionador, una

prueba de la capacidad del ser humano para poner el ingenio al servicio de

la locura. Pero para mí, tras tantos años centrado en asuntos domésticos, el

viaje fue también estimulante: un recordatorio de lo grande que era el

mundo y de las profundas consecuencias humanas de las decisiones que se

tomaban en Washington.

Ver cómo se desenvuelve Dick te deja una impresión imborrable.

Siempre con una plácida sonrisa en su cara de gnomo, respondía

infatigablemente a todas mis preguntas. Me impresionó la minuciosidad,

precisión y dominio de los datos que demostraba cada vez que hablaba en

las reuniones con autoridades extranjeras. Fui testigo de su buena

disposición a soportar no solo retrasos en los viajes sino también

interminables historias y chupitos de vodka a mediodía, consciente de que

la cortesía más elemental es un lenguaje que se entiende en cualquier

cultura y, en última instancia, podía ser eficaz en la defensa de los intereses

estadounidenses. Para mí fue una útil lección de diplomacia, un ejemplo del

impacto real que podía tener un senador.

Entonces se desató una tormenta, y todo cambió.

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