Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

Justin Bieber y le dije que estaba bastante convencido de que podría hacerlorealidad.Al día siguiente me desplacé a Fort Campbell, en Kentucky, dondeMcRaven nos presentó a Joe y a mí al equipo SEAL y a los pilotos queparticiparon en el ataque en Abbottabad. Al frente de la sala habíaninstalado una maqueta a pequeña escala del complejo y, mientras el oficialal mando nos detallaba metódicamente toda la operación, observé a unostreinta militares de élite sentados delante de mí en sillas plegables. Algunostenían aspecto de soldado, jóvenes corpulentos cuyos músculos seadivinaban bajo el uniforme. Pero me sorprendió cuántos habrían pasadopor contables o directores de instituto, hombres de poco más de cuarentaaños con el pelo canoso y una actitud sobria. Eran una muestra del papelque habían desempeñado las aptitudes y el criterio nacidos de la experienciaen la consecución de las misiones más peligrosas; una experiencia, subrayóel comandante, que también les había costado la vida a muchos de suscompañeros. Cuando hubo finalizado la sesión informativa, estreché lamano a todos los allí presentes e hice entrega al equipo de la DistinciónPresidencial de Unidades, la más alta condecoración que podía recibir unaunidad militar. A cambio, ellos me sorprendieron con un regalo: unabandera estadounidense que habían llevado consigo a Abbottabad y quehabían enmarcado y firmado en la parte posterior. Durante mi visita, nadiemencionó quién había disparado la bala que mató a Bin Laden, y yo nopregunté jamás.En el vuelo de regreso, Tom me puso al día sobre la situación en Libia,Bill Daley y yo repasamos mi agenda para el resto del mes y leí algunosdocumentos atrasados. A las 18.30 habíamos aterrizado en la base aéreaAndrews y embarqué en el Marine One para cubrir el breve trayecto hastala Casa Blanca. En aquel momento todo estaba tranquilo y al fin puderespirar. Contemplé el ondulante paisaje de Maryland, los pulcros barriosque se extendían más abajo y el Potomac centelleando bajo el solmortecino. El helicóptero realizó un suave viraje hacia el norte y pusorumbo a la Explanada Nacional. El monumento a Washington apareció derepente a un lado, daba la sensación de que podías tocarlo. Al otro ladodivisé la figura sentada de Lincoln, envuelta en sombras tras las columnasde mármol curvado del monumento. Cuando nos aproximamos al jardínSur, el Marine One empezó a temblar de un modo que ya me resultabafamiliar e indicaba el descenso final. Luego miré hacia la calle, todavía

abarrotada en hora punta. Eran otros viajeros como yo, pensé, ansiosos porllegar a casa.

Justin Bieber y le dije que estaba bastante convencido de que podría hacerlo

realidad.

Al día siguiente me desplacé a Fort Campbell, en Kentucky, donde

McRaven nos presentó a Joe y a mí al equipo SEAL y a los pilotos que

participaron en el ataque en Abbottabad. Al frente de la sala habían

instalado una maqueta a pequeña escala del complejo y, mientras el oficial

al mando nos detallaba metódicamente toda la operación, observé a unos

treinta militares de élite sentados delante de mí en sillas plegables. Algunos

tenían aspecto de soldado, jóvenes corpulentos cuyos músculos se

adivinaban bajo el uniforme. Pero me sorprendió cuántos habrían pasado

por contables o directores de instituto, hombres de poco más de cuarenta

años con el pelo canoso y una actitud sobria. Eran una muestra del papel

que habían desempeñado las aptitudes y el criterio nacidos de la experiencia

en la consecución de las misiones más peligrosas; una experiencia, subrayó

el comandante, que también les había costado la vida a muchos de sus

compañeros. Cuando hubo finalizado la sesión informativa, estreché la

mano a todos los allí presentes e hice entrega al equipo de la Distinción

Presidencial de Unidades, la más alta condecoración que podía recibir una

unidad militar. A cambio, ellos me sorprendieron con un regalo: una

bandera estadounidense que habían llevado consigo a Abbottabad y que

habían enmarcado y firmado en la parte posterior. Durante mi visita, nadie

mencionó quién había disparado la bala que mató a Bin Laden, y yo no

pregunté jamás.

En el vuelo de regreso, Tom me puso al día sobre la situación en Libia,

Bill Daley y yo repasamos mi agenda para el resto del mes y leí algunos

documentos atrasados. A las 18.30 habíamos aterrizado en la base aérea

Andrews y embarqué en el Marine One para cubrir el breve trayecto hasta

la Casa Blanca. En aquel momento todo estaba tranquilo y al fin pude

respirar. Contemplé el ondulante paisaje de Maryland, los pulcros barrios

que se extendían más abajo y el Potomac centelleando bajo el sol

mortecino. El helicóptero realizó un suave viraje hacia el norte y puso

rumbo a la Explanada Nacional. El monumento a Washington apareció de

repente a un lado, daba la sensación de que podías tocarlo. Al otro lado

divisé la figura sentada de Lincoln, envuelta en sombras tras las columnas

de mármol curvado del monumento. Cuando nos aproximamos al jardín

Sur, el Marine One empezó a temblar de un modo que ya me resultaba

familiar e indicaba el descenso final. Luego miré hacia la calle, todavía

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