Una-tierra-prometida (1)
Justin Bieber y le dije que estaba bastante convencido de que podría hacerlorealidad.Al día siguiente me desplacé a Fort Campbell, en Kentucky, dondeMcRaven nos presentó a Joe y a mí al equipo SEAL y a los pilotos queparticiparon en el ataque en Abbottabad. Al frente de la sala habíaninstalado una maqueta a pequeña escala del complejo y, mientras el oficialal mando nos detallaba metódicamente toda la operación, observé a unostreinta militares de élite sentados delante de mí en sillas plegables. Algunostenían aspecto de soldado, jóvenes corpulentos cuyos músculos seadivinaban bajo el uniforme. Pero me sorprendió cuántos habrían pasadopor contables o directores de instituto, hombres de poco más de cuarentaaños con el pelo canoso y una actitud sobria. Eran una muestra del papelque habían desempeñado las aptitudes y el criterio nacidos de la experienciaen la consecución de las misiones más peligrosas; una experiencia, subrayóel comandante, que también les había costado la vida a muchos de suscompañeros. Cuando hubo finalizado la sesión informativa, estreché lamano a todos los allí presentes e hice entrega al equipo de la DistinciónPresidencial de Unidades, la más alta condecoración que podía recibir unaunidad militar. A cambio, ellos me sorprendieron con un regalo: unabandera estadounidense que habían llevado consigo a Abbottabad y quehabían enmarcado y firmado en la parte posterior. Durante mi visita, nadiemencionó quién había disparado la bala que mató a Bin Laden, y yo nopregunté jamás.En el vuelo de regreso, Tom me puso al día sobre la situación en Libia,Bill Daley y yo repasamos mi agenda para el resto del mes y leí algunosdocumentos atrasados. A las 18.30 habíamos aterrizado en la base aéreaAndrews y embarqué en el Marine One para cubrir el breve trayecto hastala Casa Blanca. En aquel momento todo estaba tranquilo y al fin puderespirar. Contemplé el ondulante paisaje de Maryland, los pulcros barriosque se extendían más abajo y el Potomac centelleando bajo el solmortecino. El helicóptero realizó un suave viraje hacia el norte y pusorumbo a la Explanada Nacional. El monumento a Washington apareció derepente a un lado, daba la sensación de que podías tocarlo. Al otro ladodivisé la figura sentada de Lincoln, envuelta en sombras tras las columnasde mármol curvado del monumento. Cuando nos aproximamos al jardínSur, el Marine One empezó a temblar de un modo que ya me resultabafamiliar e indicaba el descenso final. Luego miré hacia la calle, todavía
abarrotada en hora punta. Eran otros viajeros como yo, pensé, ansiosos porllegar a casa.
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Justin Bieber y le dije que estaba bastante convencido de que podría hacerlo
realidad.
Al día siguiente me desplacé a Fort Campbell, en Kentucky, donde
McRaven nos presentó a Joe y a mí al equipo SEAL y a los pilotos que
participaron en el ataque en Abbottabad. Al frente de la sala habían
instalado una maqueta a pequeña escala del complejo y, mientras el oficial
al mando nos detallaba metódicamente toda la operación, observé a unos
treinta militares de élite sentados delante de mí en sillas plegables. Algunos
tenían aspecto de soldado, jóvenes corpulentos cuyos músculos se
adivinaban bajo el uniforme. Pero me sorprendió cuántos habrían pasado
por contables o directores de instituto, hombres de poco más de cuarenta
años con el pelo canoso y una actitud sobria. Eran una muestra del papel
que habían desempeñado las aptitudes y el criterio nacidos de la experiencia
en la consecución de las misiones más peligrosas; una experiencia, subrayó
el comandante, que también les había costado la vida a muchos de sus
compañeros. Cuando hubo finalizado la sesión informativa, estreché la
mano a todos los allí presentes e hice entrega al equipo de la Distinción
Presidencial de Unidades, la más alta condecoración que podía recibir una
unidad militar. A cambio, ellos me sorprendieron con un regalo: una
bandera estadounidense que habían llevado consigo a Abbottabad y que
habían enmarcado y firmado en la parte posterior. Durante mi visita, nadie
mencionó quién había disparado la bala que mató a Bin Laden, y yo no
pregunté jamás.
En el vuelo de regreso, Tom me puso al día sobre la situación en Libia,
Bill Daley y yo repasamos mi agenda para el resto del mes y leí algunos
documentos atrasados. A las 18.30 habíamos aterrizado en la base aérea
Andrews y embarqué en el Marine One para cubrir el breve trayecto hasta
la Casa Blanca. En aquel momento todo estaba tranquilo y al fin pude
respirar. Contemplé el ondulante paisaje de Maryland, los pulcros barrios
que se extendían más abajo y el Potomac centelleando bajo el sol
mortecino. El helicóptero realizó un suave viraje hacia el norte y puso
rumbo a la Explanada Nacional. El monumento a Washington apareció de
repente a un lado, daba la sensación de que podías tocarlo. Al otro lado
divisé la figura sentada de Lincoln, envuelta en sombras tras las columnas
de mármol curvado del monumento. Cuando nos aproximamos al jardín
Sur, el Marine One empezó a temblar de un modo que ya me resultaba
familiar e indicaba el descenso final. Luego miré hacia la calle, todavía