Una-tierra-prometida (1)
un golpe decisivo a la organización y la habíamos acercado un poco más ala derrota estratégica. Incluso nuestros detractores más acérrimos tuvieronque reconocer que la operación había sido un éxito rotundo.En cuanto al pueblo estadounidense, el ataque en Abbottabad supuso unaespecie de catarsis. Habían visto a nuestras tropas combatiendo durante casiuna década en Afganistán e Irak con unos resultados que, tal como sabían,eran ambiguos en el mejor de los casos. Creían que el extremismo violentohabía llegado para quedarse de un modo u otro y que no habría una batallaconcluyente o una rendición formal. A consecuencia de ello, los ciudadanosparecieron interpretar instintivamente la muerte de Bin Laden como lo másparecido al día de la Victoria que veríamos y, en un momento de estrecheceseconómicas y rencores partidistas, les satisfizo que su Gobierno cosecharaun triunfo.Mientras tanto, los miles de familias que habían perdido a seres queridosel 11-S interpretaron lo que habíamos hecho de manera más personal. El díadespués de la operación, mi remesa diaria de diez cartas de los votantescontenía un correo electrónico impreso de una joven llamada Payton Wall,que en el momento de los atentados tenía cuatro años y ahora ya habíacumplido catorce. Explicaba que su padre estaba en una de las torres yhabía llamado para hablar con ella antes de que se derrumbara. Toda suvida, escribía, la había perseguido el recuerdo de la voz de su padre y laimagen de su madre llorando al teléfono. Aunque nada podía cambiar elhecho mismo de su ausencia, quería que yo y todos los que habíanparticipado en el ataque supieran cuánto significaba para ella y su familiaque Estados Unidos no hubiera olvidado a su padre.Sentado a solas en la sala de los Tratados, releí aquel correo electrónicoun par de veces con los ojos nublados por la emoción. Pensé en mis hijas yen lo mucho que les dolería perder a su madre o su padre. Pensé en losjóvenes que se habían alistado a las fuerzas armadas después del 11-S paraservir a la nación sin importar los sacrificios que ello comportara. Y penséen los progenitores de los heridos y fallecidos en Irak y Afganistán, en lasmujeres de Gold Star Mothers a las que Michelle y yo habíamos consolado,en los padres que me habían enseñado fotografías de sus difuntos hijos.Sentí un orgullo enorme por quienes habían intervenido en la misión, desdelos propios SEAL hasta los analistas de la CIA que habían seguido el rastrohasta Abbottabad, los diplomáticos que se habían preparado para gestionarlas consecuencias de la misión o el intérprete paquistaní-estadounidense que
se quedó frente al complejo ahuyentando a vecinos curiosos mientras teníalugar la incursión. Habían trabajado todos juntos, impecable yaltruistamente, sin pensar en méritos, territorios o preferencias políticas,para alcanzar un objetivo común.Esos pensamientos desencadenaron otro: ¿aquella unidad de esfuerzos,aquella idea de un propósito compartido, solo era posible cuando esepropósito era matar a un terrorista? La pregunta me inquietaba. Pese alorgullo y la satisfacción que sentía por el éxito de nuestra misión enAbbottabad, lo cierto era que estaba más eufórico la noche que se aprobó elproyecto de ley de atención sanitaria. Me imaginé cómo sería EstadosUnidos si pudiéramos unir al país para que nuestro Gobierno invirtiera elmismo nivel de experiencia y determinación en educar a nuestros hijos odar cobijo a los indigentes que en atrapar a Bin Laden; cómo sería sipudiésemos aplicar la misma persistencia y recursos a reducir la pobreza olos gases de efecto invernadero o asegurarnos de que todas las familiastuvieran acceso a guarderías decentes. Sabía que incluso mis asesorestacharían esas ideas de utópicas. Y el hecho de que fuera cierto, el hecho deque solo pudiéramos imaginarnos al país unido para impedir atentados yderrotar a enemigos externos, me pareció un indicativo de lo lejos que sehallaba aún mi presidencia de donde quería estar y de cuánto trabajo mequedaba por hacer.Aparqué esas cavilaciones el resto de la semana y me permití disfrutardel momento. Bob Gates asistió a su última reunión del Gabinete y recibióuna sonora ovación; por un momento pareció verdaderamente conmovido.Pasé tiempo con John Brennan, que de un modo u otro había participado enla caza de Bin Laden durante casi quince años. Bill McRaven pasó por eldespacho Oval y, además de mi sentido agradecimiento por suextraordinario liderazgo, le regalé una cinta métrica que había montadosobre una placa. Y el 5 de mayo de 2011, cuatro días después de laoperación, viajé a Nueva York y comí con los bomberos de la 54.ªcompañía, escalera 4, 9.º batallón, que habían perdido a los quincemiembros que estaban de servicio la mañana de los atentados, y participé enuna ceremonia en la que se depositó una corona de flores en la Zona Cero.Aquel día, algunos de los que habían acudido primero a las torres en llamasformaban parte de la guardia de honor y tuve la posibilidad de reunirme conlas familias del 11-S que asistieron, incluida Payton Wall, a quien di unfuerte abrazo. Luego me preguntó si podía organizarle un encuentro con
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un golpe decisivo a la organización y la habíamos acercado un poco más a
la derrota estratégica. Incluso nuestros detractores más acérrimos tuvieron
que reconocer que la operación había sido un éxito rotundo.
En cuanto al pueblo estadounidense, el ataque en Abbottabad supuso una
especie de catarsis. Habían visto a nuestras tropas combatiendo durante casi
una década en Afganistán e Irak con unos resultados que, tal como sabían,
eran ambiguos en el mejor de los casos. Creían que el extremismo violento
había llegado para quedarse de un modo u otro y que no habría una batalla
concluyente o una rendición formal. A consecuencia de ello, los ciudadanos
parecieron interpretar instintivamente la muerte de Bin Laden como lo más
parecido al día de la Victoria que veríamos y, en un momento de estrecheces
económicas y rencores partidistas, les satisfizo que su Gobierno cosechara
un triunfo.
Mientras tanto, los miles de familias que habían perdido a seres queridos
el 11-S interpretaron lo que habíamos hecho de manera más personal. El día
después de la operación, mi remesa diaria de diez cartas de los votantes
contenía un correo electrónico impreso de una joven llamada Payton Wall,
que en el momento de los atentados tenía cuatro años y ahora ya había
cumplido catorce. Explicaba que su padre estaba en una de las torres y
había llamado para hablar con ella antes de que se derrumbara. Toda su
vida, escribía, la había perseguido el recuerdo de la voz de su padre y la
imagen de su madre llorando al teléfono. Aunque nada podía cambiar el
hecho mismo de su ausencia, quería que yo y todos los que habían
participado en el ataque supieran cuánto significaba para ella y su familia
que Estados Unidos no hubiera olvidado a su padre.
Sentado a solas en la sala de los Tratados, releí aquel correo electrónico
un par de veces con los ojos nublados por la emoción. Pensé en mis hijas y
en lo mucho que les dolería perder a su madre o su padre. Pensé en los
jóvenes que se habían alistado a las fuerzas armadas después del 11-S para
servir a la nación sin importar los sacrificios que ello comportara. Y pensé
en los progenitores de los heridos y fallecidos en Irak y Afganistán, en las
mujeres de Gold Star Mothers a las que Michelle y yo habíamos consolado,
en los padres que me habían enseñado fotografías de sus difuntos hijos.
Sentí un orgullo enorme por quienes habían intervenido en la misión, desde
los propios SEAL hasta los analistas de la CIA que habían seguido el rastro
hasta Abbottabad, los diplomáticos que se habían preparado para gestionar
las consecuencias de la misión o el intérprete paquistaní-estadounidense que