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Una-tierra-prometida (1)

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con amigos de Nueva York. Igual que le sucedió a Ben, aquel día el rumbo

de mi vida cambió de un modo que no habría podido predecir y

desencadenó una serie de acontecimientos que de algún modo me llevaron

hasta el momento presente.

Después de repasar el discurso por última vez, me levanté y di una

palmada en la espalda a Ben. «Buen trabajo, hermano», dije. Él asintió y,

con una mezcolanza de emociones en el rostro, se fue a pedir que

incluyeran las últimas correcciones del discurso en el teleprónter. Eran casi

las 23.30. Las principales cadenas de televisión ya habían anunciado la

muerte de Bin Laden y ahora esperaban emitir mi discurso en directo.

Frente a las puertas de la Casa Blanca se había congregado una multitud

para celebrarlo y había miles de personas en las calles. Cuando salí al frío

nocturno y me dirigí por la columnata hacia la sala Este, donde pronunciaría

el discurso, oí los cánticos estridentes y rítmicos de «¡U.S.A.! ¡U.S.A.!

¡U.S.A.!» provenientes de Pennsylvania Avenue, un sonido que llegaba a

todos los rincones y se prolongó hasta la madrugada.

Incluso cuando se hubieron apaciguado las muestras de júbilo, en los días

posteriores al ataque en Abbottabad todos los miembros de la Casa Blanca

notamos un cambio palpable en el estado de ánimo del país. Por primera y

única vez en mi presidencia no tuvimos que justificar lo que habíamos

hecho. No tuvimos que contener ataques republicanos ni responder a

acusaciones de electorados clave que aseguraran que habíamos cedido en

algún principio crucial. No afloraron quejas sobre la ejecución de la misión

ni consecuencias imprevistas. Todavía tenía decisiones que tomar, por

ejemplo, si publicábamos fotografías del cadáver de Bin Laden; mi

respuesta fue que no, les dije a mis asesores que no necesitábamos gestos

ostentosos ni alzar un trofeo macabro y no quería que la imagen del cuerpo

con un disparo en la cabeza se convirtiera en una arenga para otros

extremistas. Aún teníamos que mejorar las relaciones con Pakistán. Aunque

los documentos y archivos informáticos requisados en el complejo

resultaron una mina de información que confirmó que Bin Laden seguía

desempeñando una labor esencial en la planificación de ataques contra

Estados Unidos, así como la enorme presión que habíamos logrado ejercer

en su red atacando a sus líderes, nadie creía que la amenaza de Al Qaeda

hubiera desaparecido. Lo que era incuestionable era que habíamos asestado

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