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Una-tierra-prometida (1)

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sería a Asif Ali Zardari, el atribulado presidente de Pakistán, que sin duda

tendría que aguantar la reacción violenta en su país por nuestra violación de

su soberanía. Sin embargo, cuando hablé con él me transmitió su

enhorabuena y apoyo. «Sean cuales sean las repercusiones —dijo—, son

muy buenas noticias.» Mostró una emoción real y recordó que su mujer,

Benazir Bhutto, fue asesinada por extremistas con supuestos lazos con Al

Qaeda.

No había visto a Michelle en todo el día. Un rato antes le había contado

lo que ocurriría y, en lugar de esperar ansiosa las noticias en la Casa Blanca,

había dejado a Malia y a Sasha con su abuela y había salido a cenar con

unos amigos. Acababa de afeitarme y ponerme un traje y una corbata

cuando entró por la puerta.

—¿Y bien? —dijo. Yo levanté el pulgar y Michelle sonrió y me dio un

abrazo—. Es increíble, cariño —añadió—. En serio, ¿cómo te sientes?

—Ahora mismo, aliviado —respondí—. Pero vuelve a preguntarme en

un par de horas.

Cuando regresé al Ala Oeste me senté con Ben a dar los últimos retoques

a mi discurso. Le había propuesto varios temas generales. Quería recordar

la angustia compartida del 11-S y la unidad que todos sentimos en los días

inmediatamente posteriores. No solo quería dar las gracias a quienes habían

participado en la misión, sino a todos los miembros del ejército y la

comunidad de inteligencia que seguían sacrificando tanto para que

estuviéramos a salvo. Quería reiterar que nuestra lucha era contra Al Qaeda

y no contra el islam. Y quería terminar recordando al mundo y a nosotros

mismos que Estados Unidos hace lo que se propone, que como nación

todavía somos capaces de lograr grandes cosas.

Como de costumbre, a partir de mis pensamientos dispersos Ben había

hilvanado un excelente discurso en menos de dos horas. Sabía que este era

más importante para él que la mayoría, ya que la experiencia de ver el

colapso de las Torres Gemelas había alterado la trayectoria de su vida y lo

había llevado a Washington con un ardiente deseo de cambiar las cosas. Yo

también recordé aquella jornada: Michelle acababa de llevar a Malia a su

primer día en preescolar. Yo me encontraba frente al edificio State of

Illinois, en el centro de Chicago, y me sentí abrumado y vacilante después

de asegurarle por teléfono a Michelle que ella y las niñas estarían a salvo.

Aquella noche, Sasha, que tenía tres meses, durmió apoyada en mi pecho

mientras yo veía las noticias con las luces apagadas e intentaba contactar

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