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Una-tierra-prometida (1)

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Cabo Cañaveral para ver el último despegue del transbordador espacial

Endeavour, que iba a ser retirado. Antes de partir, envié un correo

electrónico para pedir a Tom, Denis, Daley y Brennan que se reunieran

conmigo en la sala de Recepción Diplomática, y me encontraron justo

cuando la familia salía al jardín Sur, donde aguardaba el Marine One. Con

el estruendo del helicóptero de fondo (y el sonido de Sasha y Malia

enzarzadas en una amarga discusión), autoricé oficialmente la misión en

Abbottabad, y subrayé que McRaven tendría pleno control operativo y que

el momento exacto de la incursión sería decisión suya.

Ahora la operación ya no estaba en mis manos. Me alegró salir de

Washington, al menos por un día, para ocupar la mente con otras cuestiones

y, según descubrí, apreciar el trabajo de otros. Aquella semana, una

monstruosa tormenta supercelular había arrasado los estados del sudeste y

provocado tornados que acabaron con la vida de más de trescientas

personas, lo cual la convertía en el desastre natural más mortífero desde el

huracán Katrina. Un único tornado con un diámetro de dos kilómetros y

medio alimentado por vientos de ciento noventa kilómetros por hora había

recorrido Alabama y destruido miles de casas y negocios. Al aterrizar en

Tuscaloosa me recibió el director de la Agencia Federal para la Gestión de

Emergencias, un hombre fornido y discreto originario de Florida que se

llamaba Craig Fugate, y, junto a varias autoridades estatales y locales,

recorrimos unos barrios que parecían haber sido destruidos por una bomba

de megatones. Visitamos un centro de asistencia y ofrecimos consuelo a las

familias que habían perdido todo lo que tenían. Pese a la devastación, casi

todas las personas con las que hablé, desde el gobernador republicano del

estado hasta la madre que estaba consolando a su bebé, alabaron la

respuesta federal y mencionaron lo rápido que llegaron los equipos al lugar,

la eficacia con la que habían trabajado con las autoridades locales y el

cuidado y la precisión con la que se atendieron todas las peticiones, por

pequeñas que fueran. No me sorprendió, ya que Fugate había sido uno de

mis mejores fichajes, un funcionario práctico y carente de ego que no ponía

excusas y poseía décadas de experiencia en la gestión de desastres

naturales. Aun así, me satisfizo ver que se reconocían sus esfuerzos y, una

vez más, recordé que muchas de las cosas verdaderamente importantes en

un Gobierno eran los actos cotidianos e inesperados de gente que no

buscaba atención, sino que sabía lo que estaba haciendo y lo hacía con

orgullo.

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