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Una-tierra-prometida (1)

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repasamos en silencio su lista de posibles acciones para el fin de semana. Al

parecer, él y Brennan habían preparado un manual de estrategia con todas

las contingencias, y percibí la tensión y el nerviosismo en su rostro. Siete

meses después de haber sido nombrado asesor de seguridad nacional, estaba

intentando hacer más ejercicio y dejar la cafeína, pero, por lo visto, estaba

perdiendo la batalla. Me maravillaba la capacidad de trabajo duro de Tom,

los numerosos detalles de los que estaba pendiente, el volumen de

memorándums, telegramas y datos que tenía que consumir, las meteduras

de pata que solucionaba y las refriegas entre agencias que resolvía, todo

para que yo dispusiera de la información y el espacio necesarios para

concentrarme en mi labor. En una ocasión le pregunté de dónde salían su

motivación y diligencia, y lo atribuyó a sus orígenes. Se había criado en el

seno de una familia irlandesa de clase trabajadora, acabó la carrera de

Derecho y trabajó en varias campañas políticas hasta convertirse en un

contundente experto en política exterior, pero, a pesar de sus éxitos, siempre

tenía la necesidad de demostrar su valía, pues le aterraba el fracaso.

Yo me eché a reír y le dije que lo entendía.

Durante la cena, Michelle y las niñas estaban de muy buen humor y no

pararon de meterse conmigo por lo que denominaban mis «costumbres»:

que comía frutos secos a puñados y siempre agitaba primero la mano, que

todo el tiempo llevaba las mismas sandalias andrajosas por casa o que no

me gustaban los dulces («Vuestro padre no cree en las cosas deliciosas. Es

demasiada felicidad»). No le había hablado a Michelle de la decisión que

debía tomar, ya que no quería cargarla con ese secreto hasta que supiera qué

pensaba hacer y, si estaba más tenso de lo habitual, no pareció percatarse.

Después de meter a las niñas en la cama, fui a la sala de los Tratados y me

puse un partido de baloncesto, durante el cual seguí con la mirada la pelota

mientras repasaba mentalmente varios escenarios por última vez.

Lo cierto era que había acotado las posibilidades al menos un par de

semanas antes. Cada reunión mantenida desde entonces había ayudado a

confirmar mis instintos. No estaba a favor de un ataque con misiles, ni

siquiera uno tan preciso como el que había ideado Cartwright, ya que no

creía que mereciese la pena correr el riesgo si no teníamos la posibilidad de

confirmar que Bin Laden había muerto. También era escéptico con la idea

de dar más tiempo a la comunidad de inteligencia, pues los meses

adicionales que habíamos pasado vigilando el complejo apenas habían

arrojado nueva información. Al margen de eso, atendiendo a toda la

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