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Una-tierra-prometida (1)

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que para ella era una apuesta cincuenta y uno a cuarenta y nueve, y repasó

exhaustivamente los riesgos de una incursión, sobre todo el hecho de que

pudiéramos deteriorar nuestras relaciones con Pakistán o incluso vernos

sumidos en un enfrentamiento con su ejército. Sin embargo, añadió que,

teniendo cuenta que era la mejor pista que habíamos conseguido sobre Bin

Laden en diez años, en última instancia estaba a favor de enviar a los

SEAL.

Gates se oponía a una incursión, aunque estaba abierto a plantearse la

opción del ataque. Mencionó un precedente de abril de 1980 conocido

como Desert One, un intento de rescatar a cincuenta y tres rehenes

capturados en Irán que acabó en catástrofe cuando un helicóptero del

ejército estadounidense se estrelló en el desierto y perecieron ocho

soldados. Era un recordatorio, dijo, de que operaciones como aquella

podían salir muy mal por concienzuda que fuera la planificación. Además

del riesgo para el equipo, le preocupaba que una misión fallida afectara

negativamente a la guerra en Afganistán. Aquel mismo día, yo había

anunciado la retirada de Bob tras cuatro años como secretario de Defensa y

mi intención de nombrar a Leon como su sucesor. Mientras escuchaba la

sobria y razonada valoración de Bob, recordé lo valioso que había sido para

mí.

Joe también se mostró contrario a la incursión y me dijo que, en vista de

las enormes consecuencias de un fracaso, debía postergar cualquier decisión

hasta que la comunidad de inteligencia estuviera más segura de que Bin

Laden se encontraba en el complejo. Igual que había ocurrido en todas las

grandes decisiones que había tomado como presidente, agradecí su voluntad

de calmar los ánimos y hacer preguntas complejas, a menudo para darme el

espacio que necesitaba para mis deliberaciones internas. También sabía que

Joe, al igual que Gates, había estado en Washington durante la operación

Desert One. Imaginé que guardaba recuerdos muy vivos de aquella época:

el dolor de las familias, el mazazo al prestigio estadounidense, las

recriminaciones y el retrato de Jimmy Carter como un presidente débil y

temerario por autorizar la misión. Carter no se había recuperado nunca

políticamente. El mensaje implícito era que quizá yo tampoco lo haría.

Anuncié al grupo que tendrían mi decisión por la mañana; si autorizaba

la incursión, quería asegurarme de que McRaven disponía de todo el tiempo

posible para programar su lanzamiento. Tom Donilon volvió conmigo al

despacho Oval con sus habituales carpetas y cuadernos bajo el brazo, y

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