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Una-tierra-prometida (1)

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complejo de Abbottabad se encontrara a solo unos kilómetros del

equivalente militar paquistaní de West Point solo hacía que aumentaran las

posibilidades de que cualquier cosa que les dijéramos a los paquistaníes

acabara desviándonos de nuestro objetivo. Por tanto, hiciéramos lo que

hiciéramos en Abbottabad, conllevaría violar el territorio de un aliado

putativo de la manera más ofensiva posible a excepción de una guerra, lo

cual elevaría las complejidades diplomáticas y operativas.

A mediados de marzo, en los días previos a la intervención en Libia y mi

viaje a Latinoamérica, el equipo presentó lo que, según advirtió, eran unos

conceptos preliminares para un ataque al complejo de Abbottabad. En

líneas generales, me dieron dos opciones. La primera era destruirlo

mediante un ataque aéreo. Las ventajas de esa opción eran obvias: no se

pondría en peligro ninguna vida estadounidense en suelo paquistaní. Esto

nos ofrecía cierta capacidad de negar la autoría, al menos públicamente. Por

supuesto, los paquistaníes sabrían que nosotros éramos los artífices del

ataque, pero nos sería más fácil mantener por un tiempo la ficción de que no

era así, lo cual ayudaría a contener la indignación entre su pueblo.

Pero, cuando ahondamos en los detalles de un ataque con misiles, las

desventajas eran significativas. Si destruíamos el complejo, ¿cómo

podríamos estar seguros de que Bin Laden se encontraba allí? Si Al Qaeda

negaba que este había sido asesinado, ¿cómo podríamos justificar que

habíamos hecho estallar una residencia en las profundidades de Pakistán?

Además, en Abbottabad vivían con los cuatro varones adultos unas cinco

mujeres y veinte niños y, en su versión inicial, el ataque propuesto no solo

arrasaría el complejo, sino, casi con total seguridad, varias residencias

adyacentes. Al poco de comenzar la reunión le dije a Hoss Cartwright,

vicepresidente del Estado Mayor Conjunto, que ya había oído suficiente: no

autorizaría el asesinato de treinta personas o más si ni siquiera estábamos

seguros de que Bin Laden se hallaba en el complejo. Si íbamos a lanzar un

ataque, deberíamos trazar un plan mucho más preciso.

La segunda opción era autorizar una misión de operaciones especiales en

la que un equipo selecto viajaría de incógnito a Pakistán en helicóptero,

entraría en el complejo y saldría antes de que la policía o el ejército

paquistaníes tuvieran tiempo de reaccionar. Para preservar el secretismo de

la operación y la posibilidad de negar la autoría si algo salía mal,

tendríamos que llevarlo a cabo bajo la autoridad de la CIA y no del

Pentágono. Por otro lado, en una misión de tal magnitud y riesgo

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