Una-tierra-prometida (1)
«Lo llamamos el Paseante —dijo el investigador jefe—. Creemos quepodría ser Bin Laden.»Yo tenía miles de preguntas, pero la principal era esta: ¿qué máspodíamos hacer para confirmar la identidad del Paseante? Aunque seguíanestudiando posibles estrategias, los analistas confesaron que no albergabandemasiadas esperanzas. Dada la configuración y ubicación del complejo, asícomo la cautela de sus ocupantes, los métodos que podían corroborar queen efecto era Bin Laden podían despertar sospechas rápidamente. Sin quellegáramos a saberlo, los ocupantes podían desaparecer sin dejar rastro.Miré al investigador jefe.«¿Usted qué opina?», pregunté.Vi que dudaba y sospeché que había estado en activo desde antes de lainvasión de Irak. La comunidad de inteligencia todavía estabarecuperándose del papel que había desempeñado al respaldar la insistenciade la Administración Bush en que Sadam Husein estaba desarrollandoarmas de destrucción masiva. Aun así, en su rostro detecté una expresiónque denotaba el orgullo de alguien que había resuelto un rompecabezascomplicado, aunque no pudiera demostrarlo.«Creo que hay bastantes posibilidades de que sea nuestro hombre —respondió—, pero no podemos estar seguros.»Basándome en lo que había oído, concluí que teníamos informaciónsuficiente para empezar a desarrollar opciones para un ataque al complejo.Mientras el equipo de la CIA seguía trabajando en la identificación delPaseante, pedí a Tom Donilon y John Brennan que estudiaran una posibleincursión. La necesidad de secretismo agrandaba el desafío; sabíamos que,si se filtraba mínimamente la pista sobre Bin Laden, perderíamos nuestraoportunidad. A consecuencia de ello, en todo el Gobierno federal soloestaban al corriente de la fase de planificación unas pocas personas.Además, teníamos otra limitación: cualquier opción que eligiéramos debíadejar fuera a los paquistaníes. Aunque su Gobierno colaboraba con nosotrosen multitud de operaciones antiterroristas y ofrecía una vía de suministroscrucial para nuestras fuerzas en Afganistán, era un secreto a voces queciertos elementos del ejército del país, y en especial sus servicios deespionaje, mantenían vínculos con los talibanes y puede que incluso con AlQaeda, a quienes a veces utilizaban como activos estratégicos paraasegurarse de que el Gobierno afgano seguía siendo débil e incapaz dealinearse con India, el principal rival de Pakistán. El hecho de que el
complejo de Abbottabad se encontrara a solo unos kilómetros delequivalente militar paquistaní de West Point solo hacía que aumentaran lasposibilidades de que cualquier cosa que les dijéramos a los paquistaníesacabara desviándonos de nuestro objetivo. Por tanto, hiciéramos lo quehiciéramos en Abbottabad, conllevaría violar el territorio de un aliadoputativo de la manera más ofensiva posible a excepción de una guerra, locual elevaría las complejidades diplomáticas y operativas.A mediados de marzo, en los días previos a la intervención en Libia y miviaje a Latinoamérica, el equipo presentó lo que, según advirtió, eran unosconceptos preliminares para un ataque al complejo de Abbottabad. Enlíneas generales, me dieron dos opciones. La primera era destruirlomediante un ataque aéreo. Las ventajas de esa opción eran obvias: no sepondría en peligro ninguna vida estadounidense en suelo paquistaní. Estonos ofrecía cierta capacidad de negar la autoría, al menos públicamente. Porsupuesto, los paquistaníes sabrían que nosotros éramos los artífices delataque, pero nos sería más fácil mantener por un tiempo la ficción de que noera así, lo cual ayudaría a contener la indignación entre su pueblo.Pero, cuando ahondamos en los detalles de un ataque con misiles, lasdesventajas eran significativas. Si destruíamos el complejo, ¿cómopodríamos estar seguros de que Bin Laden se encontraba allí? Si Al Qaedanegaba que este había sido asesinado, ¿cómo podríamos justificar quehabíamos hecho estallar una residencia en las profundidades de Pakistán?Además, en Abbottabad vivían con los cuatro varones adultos unas cincomujeres y veinte niños y, en su versión inicial, el ataque propuesto no soloarrasaría el complejo, sino, casi con total seguridad, varias residenciasadyacentes. Al poco de comenzar la reunión le dije a Hoss Cartwright,vicepresidente del Estado Mayor Conjunto, que ya había oído suficiente: noautorizaría el asesinato de treinta personas o más si ni siquiera estábamosseguros de que Bin Laden se hallaba en el complejo. Si íbamos a lanzar unataque, deberíamos trazar un plan mucho más preciso.La segunda opción era autorizar una misión de operaciones especiales enla que un equipo selecto viajaría de incógnito a Pakistán en helicóptero,entraría en el complejo y saldría antes de que la policía o el ejércitopaquistaníes tuvieran tiempo de reaccionar. Para preservar el secretismo dela operación y la posibilidad de negar la autoría si algo salía mal,tendríamos que llevarlo a cabo bajo la autoridad de la CIA y no delPentágono. Por otro lado, en una misión de tal magnitud y riesgo
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«Lo llamamos el Paseante —dijo el investigador jefe—. Creemos que
podría ser Bin Laden.»
Yo tenía miles de preguntas, pero la principal era esta: ¿qué más
podíamos hacer para confirmar la identidad del Paseante? Aunque seguían
estudiando posibles estrategias, los analistas confesaron que no albergaban
demasiadas esperanzas. Dada la configuración y ubicación del complejo, así
como la cautela de sus ocupantes, los métodos que podían corroborar que
en efecto era Bin Laden podían despertar sospechas rápidamente. Sin que
llegáramos a saberlo, los ocupantes podían desaparecer sin dejar rastro.
Miré al investigador jefe.
«¿Usted qué opina?», pregunté.
Vi que dudaba y sospeché que había estado en activo desde antes de la
invasión de Irak. La comunidad de inteligencia todavía estaba
recuperándose del papel que había desempeñado al respaldar la insistencia
de la Administración Bush en que Sadam Husein estaba desarrollando
armas de destrucción masiva. Aun así, en su rostro detecté una expresión
que denotaba el orgullo de alguien que había resuelto un rompecabezas
complicado, aunque no pudiera demostrarlo.
«Creo que hay bastantes posibilidades de que sea nuestro hombre —
respondió—, pero no podemos estar seguros.»
Basándome en lo que había oído, concluí que teníamos información
suficiente para empezar a desarrollar opciones para un ataque al complejo.
Mientras el equipo de la CIA seguía trabajando en la identificación del
Paseante, pedí a Tom Donilon y John Brennan que estudiaran una posible
incursión. La necesidad de secretismo agrandaba el desafío; sabíamos que,
si se filtraba mínimamente la pista sobre Bin Laden, perderíamos nuestra
oportunidad. A consecuencia de ello, en todo el Gobierno federal solo
estaban al corriente de la fase de planificación unas pocas personas.
Además, teníamos otra limitación: cualquier opción que eligiéramos debía
dejar fuera a los paquistaníes. Aunque su Gobierno colaboraba con nosotros
en multitud de operaciones antiterroristas y ofrecía una vía de suministros
crucial para nuestras fuerzas en Afganistán, era un secreto a voces que
ciertos elementos del ejército del país, y en especial sus servicios de
espionaje, mantenían vínculos con los talibanes y puede que incluso con Al
Qaeda, a quienes a veces utilizaban como activos estratégicos para
asegurarse de que el Gobierno afgano seguía siendo débil e incapaz de
alinearse con India, el principal rival de Pakistán. El hecho de que el