Una-tierra-prometida (1)
En mi opinión, la libertad de Bin Laden era dolorosa para las familias delos desaparecidos en los atentados del 11-S y una burla al poderestadounidense. Aunque estaba escondido, seguía siendo el reclutador máseficaz de Al Qaeda y radicalizaba a jóvenes desafectos de todo el mundo.Según nuestros analistas, cuando salí elegido, Al Qaeda era más peligrosade lo que lo había sido en años, y en mis informes aparecían frecuentesadvertencias sobre tramas terroristas originadas en las FATA. Tambiénconsideraba esencial la eliminación de Bin Laden para mi objetivo dereorientar la estrategia antiterrorista de Estados Unidos. Al obviar alpequeño grupo de terroristas que habían planificado y ejecutado el 11-S ydefinir la amenaza como una «guerra contra el terrorismo» abierta yuniversal, habíamos caído en lo que yo veía como una trampa estratégicaque había acrecentado el prestigio de Al Qaeda, racionalizado la invasiónde Irak, alineado a gran parte del mundo musulmán y pervertido casi unadécada de política exterior estadounidense. En lugar de avivar el temor agrandes redes terroristas y alimentar las fantasías de los extremistas queafirmaban participar en una batalla maniquea, quería recordar al mundo (y,lo que era más importante, a nosotros mismos) que dichos terroristas noeran más que una panda de asesinos ilusos y despiadados, unos delincuentesque podían ser capturados, juzgados, encarcelados o ejecutados. Y nohabría mejor manera de demostrarlo que eliminando a Bin Laden.Un día antes del noveno aniversario del 11-S, Leon Panetta y MikeMorell, el subdirector de la CIA, pidieron verme. Me parecía que formabanun buen equipo. A sus setenta y dos años, Panetta, que había pasado granparte de su carrera en el Congreso y luego fue jefe de gabinete de BillClinton, manejaba la agencia con firmeza, pero también disfrutaba estandoen el ojo público, mantenía buenas relaciones con congresistas y periodistasy tenía olfato para las políticas de seguridad nacional. Morell, por su parte,estaba muy bien informado, poseía la mente meticulosa de un analista y,aunque apenas superaba los cincuenta años, tenía décadas de experiencia enla CIA.«Señor presidente, esto es muy preliminar —dijo Leon—, pero creemostener una pista sobre Bin Laden, con diferencia la mejor desde Tora Bora.»Asimilé la noticia en silencio. Leon y Mike explicaron que, gracias a untrabajo paciente y concienzudo en el que se recopilaron miles de datos y seestablecieron patrones, los analistas habían identificado el paradero de unhombre conocido como Abu Ahmad al-Kuwaiti. Creían que ejercía de
mensajero de Al Qaeda y era sabido que mantenía lazos con Bin Laden.Habían realizado un seguimiento de su teléfono y sus hábitos diarios, locual no los condujo a una localización remota en las FATA, sino a un grancomplejo de un barrio adinerado a las afueras de Abbottabad, una ciudadpaquistaní situada cincuenta kilómetros al norte de Islamabad. Según Mike,el tamaño y estructura del complejo indicaban que allí vivía alguienimportante, probablemente un miembro de Al Qaeda muy valioso. Lacomunidad de inteligencia había sometido el complejo a vigilancia y Leonprometió informarme de cualquier cosa que averiguáramos sobre susocupantes.Cuando se fueron, me obligué a moderar mis expectativas. En aquelcomplejo podía vivir cualquiera. Aunque fuera alguien relacionado con AlQaeda, las probabilidades de que Bin Laden se alojara en una zona urbanahabitada parecían remotas. Pero, el 14 de diciembre, Leon y Mike estabande vuelta, esta vez con un agente y un analista de la CIA. Este último era unjoven con el aspecto pulcro y saludable de un alto asesor del Congreso, y elagente era un caballero esbelto con barba poblada y el aire ligeramentedesaliñado de un profesor. Resultó que era el jefe del Centro Antiterroristade la CIA y líder del equipo de búsqueda de Bin Laden. Lo imaginérefugiado en un laberinto subterráneo, rodeado de ordenadores y gruesascarpetas de color marrón y ajeno al mundo mientras repasaba montañas dedatos.Ambos me contaron todo lo que nos había llevado hasta el complejo deAbbottabad, un extraordinario hito detectivesco. Por lo visto, Al-Kuwaitihabía comprado la propiedad utilizando un nombre falso. El lugar erainusualmente espacioso y seguro, ocho veces más grande que lasresidencias vecinas, estaba rodeado de unos muros de tres a cinco metroscoronados por alambre de espino y contaba con más muros dentro delperímetro. Según los analistas, quienes vivían allí se esforzaban mucho enocultar su identidad. No tenían línea de teléfono fija ni servicio de internet,casi nunca salían del complejo y quemaban la basura en lugar de dejarla enla calle para su recogida. Pero la edad y el número de niños que habitabanla vivienda principal parecían coincidir con los de los hijos de Bin Laden.Y, utilizando vigilancia aérea, nuestro equipo había visto a un hombre altoque nunca salía de la propiedad pero paseaba habitualmente en círculos poruna pequeña zona ajardinada dentro de los muros del complejo.
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En mi opinión, la libertad de Bin Laden era dolorosa para las familias de
los desaparecidos en los atentados del 11-S y una burla al poder
estadounidense. Aunque estaba escondido, seguía siendo el reclutador más
eficaz de Al Qaeda y radicalizaba a jóvenes desafectos de todo el mundo.
Según nuestros analistas, cuando salí elegido, Al Qaeda era más peligrosa
de lo que lo había sido en años, y en mis informes aparecían frecuentes
advertencias sobre tramas terroristas originadas en las FATA. También
consideraba esencial la eliminación de Bin Laden para mi objetivo de
reorientar la estrategia antiterrorista de Estados Unidos. Al obviar al
pequeño grupo de terroristas que habían planificado y ejecutado el 11-S y
definir la amenaza como una «guerra contra el terrorismo» abierta y
universal, habíamos caído en lo que yo veía como una trampa estratégica
que había acrecentado el prestigio de Al Qaeda, racionalizado la invasión
de Irak, alineado a gran parte del mundo musulmán y pervertido casi una
década de política exterior estadounidense. En lugar de avivar el temor a
grandes redes terroristas y alimentar las fantasías de los extremistas que
afirmaban participar en una batalla maniquea, quería recordar al mundo (y,
lo que era más importante, a nosotros mismos) que dichos terroristas no
eran más que una panda de asesinos ilusos y despiadados, unos delincuentes
que podían ser capturados, juzgados, encarcelados o ejecutados. Y no
habría mejor manera de demostrarlo que eliminando a Bin Laden.
Un día antes del noveno aniversario del 11-S, Leon Panetta y Mike
Morell, el subdirector de la CIA, pidieron verme. Me parecía que formaban
un buen equipo. A sus setenta y dos años, Panetta, que había pasado gran
parte de su carrera en el Congreso y luego fue jefe de gabinete de Bill
Clinton, manejaba la agencia con firmeza, pero también disfrutaba estando
en el ojo público, mantenía buenas relaciones con congresistas y periodistas
y tenía olfato para las políticas de seguridad nacional. Morell, por su parte,
estaba muy bien informado, poseía la mente meticulosa de un analista y,
aunque apenas superaba los cincuenta años, tenía décadas de experiencia en
la CIA.
«Señor presidente, esto es muy preliminar —dijo Leon—, pero creemos
tener una pista sobre Bin Laden, con diferencia la mejor desde Tora Bora.»
Asimilé la noticia en silencio. Leon y Mike explicaron que, gracias a un
trabajo paciente y concienzudo en el que se recopilaron miles de datos y se
establecieron patrones, los analistas habían identificado el paradero de un
hombre conocido como Abu Ahmad al-Kuwaiti. Creían que ejercía de