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Una-tierra-prometida (1)

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Esa ayuda adicional nos proporcionó a Michelle y a mí el tiempo extra

que tanto habíamos echado en falta. Nos reímos más y volvimos a recordar

que éramos los mejores amigos. Pero, más allá de eso, lo que nos

sorprendió fue sentir lo poco que nuestras nuevas circunstancias nos habían

cambiado. Seguíamos siendo de costumbres caseras, procurábamos evitar

las fiestas ostentosas y las veladas profesionales, porque no queríamos

renunciar a pasar las noches con las niñas, porque nos sentíamos ridículos al

emperifollarnos demasiado a menudo, y porque a Michelle, que siempre ha

sido madrugadora, le entraba el sueño a partir de las diez. Así que

dedicábamos los fines de semana a hacer lo que siempre habíamos hecho:

yo jugaba al baloncesto o llevaba a Malia y Sasha a una piscina cercana;

Michelle salía de compras a Target y organizaba las salidas de las niñas con

sus amigos. Teníamos cenas o barbacoas vespertinas con la familia o con

nuestro círculo íntimo de amigos; sobre todo con Valerie, Marty, Anita, Eric

y Cheryl Whitaker (una pareja de médicos cuyos hijos tenían la misma edad

que nuestras hijas), junto a Kaye y Wellington Wilson (a los que

llamábamos afectuosamente «Mama Kaye» y «Papa Wellington), una

pareja mayor (él era director de un centro de formación profesional ya

jubilado; ella, responsable de programas en una fundación local, además de

una extraordinaria cocinera), a quienes conocía de mi época como

trabajador comunitario y que se consideraban mis padres adoptivos en

Chicago.

Eso no significa que Michelle y yo no tuviésemos que adaptarnos. La

gente ya nos reconocía entre la multitud, y aunque por lo general fuese para

mostrarnos su apoyo, esa repentina pérdida del anonimato nos resultaba

desconcertante. Una noche, poco después de las elecciones, Michelle y yo

fuimos a ver Ray , protagonizada por Jamie Foxx, y nos pilló por sorpresa

que todos se pusiesen a aplaudirnos cuando entramos a la sala. A veces,

cuando salíamos a cenar, notábamos que la gente de las mesas contiguas o

bien intentaban entablar largas conversaciones o bien se quedaban muy

callados, en un intento no demasiado sutil de oír lo que decíamos.

Las niñas también se daban cuenta. Un día, durante mi primer verano

como senador, decidí llevar a Malia y Sasha al zoológico de Lincoln Park.

Mike Signator me advirtió que el gentío en una espléndida tarde de verano

como esa podía ser un poco abrumador, pero me empeñé en ir, confiando en

que unas gafas de sol y una gorra de béisbol me protegerían de las miradas

curiosas. Creo que durante la primera media hora todo salió como lo había

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