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Una-tierra-prometida (1)

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de hacerlo tendría como consecuencia que Estados Unidos incurriese en el

incumplimiento del pago de su deuda por primera vez en la historia. Aun

así, el hecho de que Boehner hubiese siquiera insinuado una idea tan

radical, y de que enseguida hubiese tenido buena acogida entre los

miembros del Tea Party y los medios de comunicación conservadores,

ofreció un atisbo de lo que se avecinaba.

¿A esto ha quedado reducida mi presidencia?, me pregunté. ¿A luchas en

la retaguardia para evitar que los republicanos saboteasen la economía

estadounidense y desmantelasen todo lo que había hecho, solo porque lo

había hecho yo? ¿Podía realmente mantener la esperanza de encontrar algún

punto en común con un partido que daba la impresión de que, cada vez en

mayor medida, consideraba que la oposición a mí era su principio

unificador, el objetivo que prevalecía sobre todos los demás? Al parecer

había un motivo para que Boehner, al vender nuestro reciente acuerdo

presupuestario a su caucus, hubiera destacado lo «enfadado» que yo estaba

durante nuestras conversaciones (una ficción útil que había pedido a mi

equipo que no desmintiese para evitar que el acuerdo descarrilase). Para sus

miembros, no había mejor argumento de venta. De hecho, cada vez más, me

había percatado de que el estado de ánimo que habíamos presenciado por

primera vez en los mítines electorales de los últimos días de la campaña de

Sarah Palin y después a lo largo del verano del Tea Party se había

trasladado de los márgenes de la política del Partido Republicano al centro

mismo: una reacción emocional, casi visceral, a mi presidencia,

independiente de cualesquiera diferencias políticas o ideológicas que

pudieran existir. Era como si mi mera presencia en la Casa Blanca hubiese

desatado un pánico muy arraigado, la sensación de que se había perturbado

el orden natural de las cosas. Que es exactamente lo que Donald Trump

comprendió cuando empezó a pregonar que yo no había nacido en Estados

Unidos y era, por tanto, un presidente ilegítimo. A los millones de

estadounidenses atemorizados por un hombre negro en la Casa Blanca,

Trump les prometió un elixir para su ansiedad racial.

La insinuación de que yo no había nacido en Estados Unidos no era

nueva. Al menos un conservador loquinario había promovido esa teoría

desde los tiempos en que me presenté al Senado estatal de Illinois. Durante

la campaña de las primarias para la candidatura presidencial, algunos

seguidores contrariados de Hillary habían vuelto a hacer circular la idea, y

aunque su campaña la había desmentido de manera rotunda, los blogueros y

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