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Una-tierra-prometida (1)

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y recogido con setos y cultivos en un extremo y una pequeña fuente en el

otro.

Había llevado una pila de informes para leer, pero mi mente divagaba una

y otra vez. Acababa de anunciar que me presentaría a la reelección. En

realidad, era una formalidad, cuestión de entregar unos papeles y grabar un

breve vídeo con el anuncio. Nada que ver con aquel viernes gélido y

vertiginoso en Springfield, cuatro años antes, cuando había anunciado mi

candidatura ante una multitud de miles de personas, con la promesa de traer

esperanza y cambio. Parecía que había pasado toda una eternidad desde esa

época de optimismo, energía juvenil e inocencia innegable. La campaña

para mi reelección sería una empresa completamente distinta. Convencidos

de mi debilidad, los republicanos ya hacían cola para tener la oportunidad

de competir contra mí. Me había percatado de que mi equipo político había

empezado a introducir los primeros actos de recaudación de fondos en mi

agenda, en previsión de una contienda costosa y sangrienta. En parte,

rechazaba la idea de prepararme para las elecciones con tanta antelación;

aunque mi primera campaña parecía un recuerdo lejano, sentía que mi

verdadero trabajo como presidente apenas acababa de empezar. Pero no

tenía sentido discutir al respecto. Yo mismo podía ver las encuestas.

Lo paradójico era que nuestros esfuerzos de los dos años anteriores por

fin empezaban a dar algún fruto. Cuando no había tratado asuntos de

política exterior, había recorrido el país centrándome en las fábricas de

automóviles que acababan de reabrir, los pequeños negocios que se habían

salvado, las granjas eólicas y los vehículos energéticamente eficientes que

marcaban el camino hacia un futuro de energías limpias. Una serie de

proyectos de infraestructuras financiados por la Ley de Recuperación —

carreteras, centros comunitarios, líneas de tren ligero— ya casi se habían

completado. Los jóvenes recibían más ayudas para financiar su educación

universitaria, y toda una serie de disposiciones del Obamacare ya habían

entrado en vigor. En muchos sentidos, habíamos conseguido que la

Administración federal fuese mejor, más eficiente y más ágil. Pero hasta

que la economía no empezase realmente a remontar nada de lo anterior

tendría mucha importancia política. Hasta entonces, habíamos conseguido

evitar la «doble recaída» de una segunda recesión, en gran parte gracias a

los miles de millones de dólares de estímulo que habíamos vinculado a la

extensión de los recortes de impuestos de Bush durante el periodo de pato

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