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Una-tierra-prometida (1)

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apropiado sobre cómo sería una Libia pos-Gadafi: hacía hincapié en la

importancia de que hubiese elecciones libres y justas y en que se respetasen

los derechos humanos y el Estado de derecho. Pero sin tradiciones

democráticas en las que inspirarse, los miembros del consejo tenían ante sí

una ardua tarea. Además, una vez desarticulada la policía de Gadafi, la

seguridad en Bengasi y otras zonas rebeldes recordaba ahora al salvaje

Oeste.

—¿A quién enviamos a Bengasi? —pregunté, tras oír uno de estos

despachos.

—Un tipo llamado Chris Stevens —me dijo Denis—. Era encargado de

negocios en la embajada estadounidense en Trípoli, y antes estuvo en unos

cuantos destinos en Oriente Próximo. Al parecer, junto con un pequeño

equipo se coló en Bengasi a bordo de un carguero griego. Dicen que es

buenísimo.

—Un tío valiente —dije.

Un apacible domingo de abril, me vi solo en la residencia —las chicas

habían salido con sus amigas y Michelle había quedado para comer —, así

que decidí bajar a trabajar un rato. Era un día fresco, con algo menos de

veinte grados y nubes y claros en el cielo, y, al recorrer la columnata, me

detuve a apreciar los suaves lechos de tulipanes —amarillos, rojos, rosas—

que los jardineros habían plantado en el jardín de las Rosas. Rara vez

trabajaba en el despacho Oval los fines de semana, porque siempre había al

menos unas pocas visitas guiadas a la Casa Blanca que pasaban por ahí, y

los visitantes podían echar un ojo al despacho desde detrás de una cuerda de

terciopelo rojo solo si yo no estaba dentro. Normalmente me instalaba en el

comedor y el estudio adjuntos al despacho Oval, una zona privada y

cómoda repleta de recuerdos que había ido acumulando con los años: una

portada de la revista Life sobre la marcha en Selma, enmarcada y firmada

por John Lewis; un ladrillo del bufete de abogados de Abraham Lincoln en

Springfield; un par de guantes de boxeo de Muhammad Ali; un cuadro del

litoral de Cape Cod de Ted Kennedy que este me había enviado como

regalo después de que lo elogiase al verlo en su despacho. Pero, cuando el

cielo se despejó y los rayos de sol entraron con fuerza por la ventana, me

trasladé a la terraza situada en el exterior del comedor, un espacio agradable

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