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Una-tierra-prometida (1)

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del Congreso, de acuerdo con la Ley de Prerrogativas Bélicas; una duda

legítima y de larga data sobre el poder del presidente, de no ser porque todo

esto venía de un partido que había concedido una y otra vez carta blanca a

administraciones anteriores en el frente de la política exterior, en particular

en lo tocante a librar una guerra. Esta inconsistencia no parecía avergonzar

a los republicanos. En la práctica, me estaban advirtiendo de que, incluso

las cuestiones de guerra o paz, de vida o muerte, habían pasado a formar

parte del sombrío e implacable juego partidista.

No eran los únicos que se dedicaban a jugar. Enseguida, Vladimir Putin

había criticado públicamente la resolución de Naciones Unidas —y, de

manera implícita, a Medvédev— por dar cobertura a un amplio mandato

para la acción militar en Libia. Era inconcebible que Putin no hubiese dado

el visto bueno a la decisión de Medvédev de que Rusia se abstuviese en

lugar de vetar nuestra resolución, o que en su momento no hubiese

entendido el alcance de la misma; y, como el propio Medvédev señaló en

respuesta a los comentarios de Putin, los cazas de la coalición seguían

bombardeando a las fuerzas de Gadafi solo porque el dictador libio no daba

señales de llamar a la retirada o de apaciguar a los sanguinarios

combatientes mercenarios que financiaba. Pero, por supuesto, eso no era lo

fundamental. Al cuestionar abiertamente a Medvédev, Putin parecía haber

decidido con toda la intención poner en un brete al sucesor que él mismo

había elegido a dedo; lo cual no me dejaba más opción que suponer que era

un indicio de que Putin planeaba volver a tomar las riendas de Rusia.

Pese a todo, marzo terminó sin una sola víctima mortal estadounidense

en Libia, y, con un coste aproximado de 550 millones de dólares —no

mucho más de lo que gastábamos al día en operaciones militares en Irak y

Afganistán—, habíamos logrado nuestro objetivo de salvar Bengasi y sus

ciudades vecinas y quizá decenas de miles de vidas. Según Samantha, había

sido la intervención militar internacional para evitar una atrocidad en masa

más rápida en toda la historia moderna. Aún no estaba claro lo que

sucedería con el Gobierno libio. Gadafi seguía ordenando más ataques

incluso ante las operaciones de bombardeo de la OTAN, mientras que la

oposición había impulsado una coalición dispersa de milicias rebeldes, y a

mi equipo y a mí nos inquietaba la perspectiva de una prolongada guerra

civil. En opinión del diplomático estadounidense al que Hillary había

enviado a Bengasi para que actuase como persona de contacto con el

incipiente consejo de Gobierno en la ciudad, la oposición al menos decía lo

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