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Una-tierra-prometida (1)

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intenté hacer lo posible por influir en las políticas desde los márgenes,

impulsando políticas modestas y no partidistas (como financiar alguna

medida de protección contra el brote de una pandemia, o la reimplantación

de las ayudas para un colectivo de veteranos de Illinois).

Por frustrantes que pudieran ser ciertos aspectos del Senado, lo cierto es

que no me molestaba que el ritmo allí fuese más lento. Era uno de sus

miembros más jóvenes, y contaba con un índice de aprobación del 70 por

ciento en Illinois, por lo que sabía que podía permitirme ser paciente. En

algún momento me plantearía presentarme a gobernador o, efectivamente,

incluso a presidente, movido por la idea de que controlar el poder ejecutivo

me brindaría más posibilidades de establecer una agenda. Pero de momento,

a los cuarenta y tres años y apenas comenzando mi andadura en la escena

nacional, me decía que tenía todo el tiempo del mundo.

Los avances en el frente doméstico contribuyeron también a elevar mi

estado de ánimo. Salvo que hiciese mal tiempo, el trayecto entre

Washington y Chicago no era más largo que el viaje de ida y vuelta a

Springfield. Y, una vez en casa, no estaba tan ocupado o distraído como lo

había estado durante la campaña o mientras compaginaba tres trabajos, lo

cual me dejaba más tiempo para llevar a Sasha a su clase de danza los

sábados o leerle un capítulo de Harry Potter a Malia antes de meterla en la

cama.

La mejora de nuestra situación financiera también supuso un gran alivio.

Nos compramos una casa nueva, una vivienda grande y hermosa de estilo

georgiano situada frente a una sinagoga en Kenwood. Por un módico

precio, un joven amigo de la familia y chef en ciernes llamado Sam Kass

accedió a hacer la compra y preparar comidas sanas que pudiésemos ir

consumiendo a lo largo de la semana. Mike Signator, un gerente de la

compañía eléctrica Commonwealth Edison ya jubilado que había trabajado

como voluntario durante la campaña, decidió seguir conmigo como chófer a

tiempo parcial, y se convirtió prácticamente en uno más de la familia.

Más importante aún fue que, gracias al colchón económico de que ahora

disponíamos, mi suegra, Marian, accedió a reducir su horario laboral y

ayudarnos a cuidar de las niñas. Sensata, divertida y aún lo suficientemente

joven para corretear detrás de dos niñas de cuatro y siete años, hacía que la

vida de toda la familia fuese más fácil. Además, se daba la circunstancia de

que adoraba a su yerno, y salía en mi defensa cada vez que llegaba tarde,

cometía alguna pifia o no daba la talla en algún sentido.

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