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Una-tierra-prometida (1)

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estábamos a punto de subir a la Bestia una vez finalizada la cena. Jadeaba

ligeramente.

—Lo tenemos —dijo—. Parece que lo recogieron unos libios amigos, y

estará bien.

En ese momento tuve ganas de besar a Tom, pero besé a Michelle en su

lugar. Cuando alguien me pide que describa lo que se siente al ser

presidente de Estados Unidos, pienso a menudo en ese rato que pasé,

impotente, en la cena de Estado en Chile, en el filo de la navaja entre el

aparente éxito y la posible catástrofe; en este caso, la deriva del paracaídas

de un soldado sobre un desierto lejano en mitad de la noche. No era solo

que cada decisión que había tomado fuese básicamente una apuesta de alto

riesgo, sino que, a diferencia de lo que ocurre en el póker, en el que un

jugador espera, y puede permitirse, perder unas cuantas manos importantes

y acabar teniendo una noche ganadora, un solo percance podía costar una

vida, y eclipsar —tanto en la prensa política como en mi propio corazón—

cualquier objetivo más amplio que pudiese haber logrado.

Finalmente, el accidente del avión acabó siendo una relativa minucia.

Cuando volví a Washington, la abrumadora superioridad de las Fuerzas

Aéreas de la coalición internacional había dejado a los leales a Gadafi con

pocos lugares donde esconderse, y las milicias opositoras —incluidos

muchos desertores de alto rango del ejército libio— empezaron a avanzar

hacia el oeste. Transcurridos doce días de la operación, la OTAN tomó el

mando de la misión y varios países europeos asumieron la responsabilidad

de repeler a las fuerzas de Gadafi. Cuando me dirigí a la nación, el 28 de

marzo, el ejército estadounidense había empezado a adoptar un papel de

apoyo, y se dedicaba principalmente a colaborar en la logística, al repostaje

de aviones y a identificar objetivos.

Dado que varios republicanos habían sido destacados adalides de la

intervención, cabría haber esperado cierto reconocimiento a regañadientes

de la veloz precisión de nuestra operación en Libia. Pero mientras estaba de

viaje ocurrió algo curioso: algunos de esos mismos republicanos que me

habían exigido que interviniese en Libia decidieron que ahora estaban en

contra de dicha actuación. Criticaron la misión por ser demasiado amplia, o

por llegar demasiado tarde. Se quejaron de que no había consultado lo

suficiente con el Congreso, a pesar de que me había reunido con los líderes

de dicha cámara la víspera de la campaña. Cuestionaron la base legal para

mi decisión, dando a entender que debería haber obtenido la autorización

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