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Una-tierra-prometida (1)

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sacudiese las manos para que me hiciesen caso, se quitaron los auriculares,

giraron la cabeza a la vez hacia la ventana y asintieron sin decir palabra,

deteniéndose un instante como para darme satisfacción antes de volver a

ponerse los auriculares. Michelle, que parecía dormitar mientras escuchaba

música de su propio iPod, no hizo ningún comentario.

Más tarde, mientras cenábamos en el restaurante exterior de nuestro

hotel, nos informaron de que había descendido una densa niebla sobre

Corcovado y quizá tendríamos que cancelar la excursión al Cristo Redentor

. Malia y Sasha no parecían demasiado decepcionadas. Las observé

mientras interrogaban al camarero sobre el menú de postres, sintiéndome un

poco dolido por su falta de entusiasmo. Tenía que dedicar una mayor parte

de mi tiempo a supervisar los acontecimientos en Libia, por lo que, en ese

viaje, veía a mi familia menos aún que en casa, lo cual exacerbaba mi

sensación —ya demasiado habitual en los últimos tiempos— de que mis

hijas estaban creciendo más rápido de lo que yo había esperado. Malia

estaba a punto de entrar en la adolescencia: sus dientes relucientes con el

aparato dental, su pelo recogido en una coleta floja, su cuerpo estirado

como si estuviese en un invisible potro de tortura; como si de alguna

manera, de la noche a la mañana, se hubiese vuelto larga y esbelta, y casi

tan alta como su madre. A sus nueve años, Sasha al menos aún parecía una

niña, con su dulce sonrisa y sus hoyuelos en las mejillas, pero había notado

un cambio en su actitud hacia mí: ahora ya no le gustaba tanto que le

hiciese cosquillas; parecía impaciente y un poco avergonzada cuando

intentaba llevarla de la mano en público.

Seguía asombrado ante lo estables que eran ambas, lo bien que se habían

adaptado a las extrañas y extraordinarias circunstancias en las que estaban

creciendo y cómo pasaban sin alterarse de audiencias con el Papa a salidas

al centro comercial. Por lo general, eran alérgicas a cualquier tratamiento

especial o atención indebida, y solo querían ser como el resto de los

chavales de la escuela. (Cuando, el primer día de su cuarto curso de

primaria, un compañero de clase había intentado hacerle una foto a Sasha,

esta le había arrebatado la cámara y le había advertido que más le valía no

volver a intentarlo.) De hecho, lo que más les gustaba a una y otra era pasar

tiempo en casa de sus amigas, en parte porque esos hogares al parecer eran

menos estrictos en cuanto al consumo de aperitivos y al tiempo que podían

pasar ante el televisor, pero sobre todo porque en esos lugares era más fácil

fingir que su vida era normal, aunque los escoltas del Servicio Secreto

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