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Una-tierra-prometida (1)

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barreras policiales. Valerie, que viajaba con nosotros y fue testigo de la

escena completa, sonreía cuando volví adentro, y me dijo: «Estoy segura de

que ese saludo ha cambiado para siempre la vida de algunos de estos

chavales».

Me pregunté si sería cierto. Eso era lo que me había dicho a mí mismo al

inicio de mi trayectoria política como parte de mi justificación ante

Michelle para ser candidato a la presidencia: que la elección y el liderazgo

de un presidente negro podría cambiar la manera en que los niños y jóvenes

de todo el país se veían a sí mismos y veían su mundo. Por supuesto, sabía

que cualquier impacto que mi fugaz presencia pudiera tener en esos niños

de las favelas, y por mucho que pudiera hacer que algunos de ellos

caminasen más erguidos y tuviesen sueños más ambiciosos, seguiría sin

compensar la absoluta miseria en la que vivían cada día: las escuelas

deficientes, el aire contaminado, el agua envenenada y el puro desorden que

todos ellos tenían que sortear para poder sobrevivir sin más. Según mis

propias estimaciones, hasta ese momento mi impacto en las vidas de los

niños pobres y sus familias había sido despreciable, incluso en Estados

Unidos. Había dedicado mi tiempo poco más que a intentar evitar que las

circunstancias de los pobres, tanto en mi país como en el extranjero,

empeorasen: asegurándome de que una recesión global no aumentase

drásticamente su número o eliminase el precario hueco que pudieran tener

en el mercado laboral; procurando atajar un cambio en el clima que pudiese

dar lugar a una inundación o una tormenta mortíferas; o, en el caso de

Libia, intentando evitar que el ejército de un loco masacrase a la población

en las calles. No era poca cosa, me decía, siempre que no empezase a

engañarme y me convenciese de que era siquiera remotamente suficiente.

En el breve vuelo de vuelta al hotel en el Marine One, el helicóptero

sobrevoló la majestuosa cadena de montañas boscosas que bordean la costa,

y de pronto apareció ante nosotros la icónica estatua del Cristo Redentor ,

de treinta metros de altura situada en lo alto del pico cónico conocido como

Corcovado. Habíamos hecho planes para visitar el lugar esa noche. Me

apreté contra Sasha y Malia y les señalé el monumento: una figura distante

y embozada con los brazos extendidos, blanca contra el cielo azul.

«Mirad... ahí es donde iremos esta noche.»

Ambas iban escuchando música en sus iPods mientras hojeaban unas

revistas de Michelle y repasaban con la mirada las satinadas imágenes de

celebridades de rostros maquillados que yo no reconocía. Después de que

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