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Una-tierra-prometida (1)

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Y con esas tres palabras, pronunciadas en un dispositivo que

probablemente también se había utilizado para pedir pizza, inicié la primera

nueva intervención militar de mi presidencia.

Durante los dos días siguientes, incluso mientras los buques de guerra

estadounidenses y británicos empezaban a disparar misiles Tomahawk y a

destruir las defensas aéreas libias, mantuvimos mi agenda en gran medida

inalterada. Me reuní con un grupo de dirigentes empresariales

estadounidenses y brasileños para discutir maneras de ampliar los vínculos

comerciales. Asistí a una recepción con autoridades gubernamentales y me

hice fotos con el personal de la embajada estadounidense y sus familias. En

Río de Janeiro, pronuncié un discurso ante más de mil de los líderes

políticos, cívicos y empresariales más destacados de Brasil sobre los retos y

las oportunidades que nuestros países tenían en común al ser las dos

mayores democracias del hemisferio. Pero durante todo ese tiempo Tom me

mantenía al corriente de las novedades sobre Libia, e imaginaba las escenas

que estarían teniendo lugar a más de ocho mil kilómetros de distancia: las

ráfagas de misiles atravesando el cielo; la sucesión de explosiones,

escombros y humo; los rostros de los fieles a Gadafi mientras escudriñaban

el firmamento y calculaban sus probabilidades de sobrevivir.

Estaba distraído, pero al mismo tiempo era consciente de que mi

presencia en Brasil era importante, en particular para los afrobrasileños, que

componían algo más de la mitad de la población del país y experimentaban

la misma clase de racismo y pobreza profundamente arraigados —aunque a

menudo no se reconociese su existencia— que los negros en mi país.

Michelle, las niñas y yo visitamos una extensa favela en el extremo

occidental de Río, donde acudimos a un centro juvenil para asistir al

espectáculo de un grupo de capoeira y yo di unas patadas a un balón de

fútbol con unos cuantos chavales de la zona. Cuando nos disponíamos a

salir de allí, cientos de personas se habían congregado en el exterior del

centro y, aunque mis escoltas del Servicio Secreto rechazaron de plano la

idea de que diese una vuelta por el barrio, los convencí para que me

permitiesen salir del recinto a agradecer a la multitud su presencia. En

mitad de una estrecha calle, saludé con un gesto a los rostros negros,

morenos y cobrizos; habitantes de la zona, muchos de ellos niños,

apelotonados en las azoteas y pequeños balcones y agolpados contra las

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