Una-tierra-prometida (1)
de sus días con los millones de petrodólares que, durante años, habíadesviado a varias cuentas bancarias en Suiza. Pero, al parecer, cualquierconexión que Gadafi hubiese podido tener con la realidad en el pasado sehabía roto.Se daba la circunstancia de que esa noche debía partir hacia Brasil,primera parada de un viaje de cuatro días de duración a tres países pensadopara reforzar la imagen de Estados Unidos en Latinoamérica. (La guerra deIrak, así como la lucha contra las drogas y la política de la AdministraciónBush hacia Cuba no habían sentado muy bien en la región.) Lo mejor eraque habíamos programado el viaje deliberadamente para que coincidieracon las vacaciones de primavera de Malia y Sasha, y así pudiéramos viajarla familia entera.Lo que no habíamos tenido en cuenta era un inminente conflicto militar.Cuando el Air Force One aterrizó en la capital, Brasilia, Tom Donilon meinformó de que las fuerzas de Gadafi no daban señales de retirarse; dehecho, habían empezado a cruzar el perímetro de Bengasi.«Probablemente tengas que firmar una orden a lo largo del día de hoy»,me dijo.Con independencia de las circunstancias, lanzar una acción militarestando de visita en un país extranjero suponía un problema. Y el hecho deque Brasil por lo general evitase tomar partido en las disputasinternacionales, y se hubiese abstenido en la votación del Consejo deSeguridad sobre la intervención en Libia, solo complicaba aún más lascosas. Esta era mi primera visita a Sudamérica como presidente, y miprimer encuentro con Dilma Rousseff, recién elegida presidenta de Brasil.Economista, había sido jefa de gabinete de su carismático predecesor, Lulada Silva, y estaba interesada, entre otras cosas, en mejorar las relacionescomerciales con Estados Unidos. Acompañada de sus ministros, Rousseffofreció una calurosa bienvenida a nuestra delegación cuando llegamos alpalacio presidencial, una estructura espaciosa y moderna con contrafuertesen forma de ala y altas paredes acristaladas. Durante las varias horas quesiguieron, discutimos formas de profundizar la cooperación entre EstadosUnidos y Brasil en materia de energía, comercio y cambio climático. Perocon el mundo entero especulando sobre cuándo y cómo comenzarían losataques contra Libia, la tensión se hizo difícil de ignorar. Me disculpé anteRousseff por cualquier incomodidad que la situación pudiese estar
causando. Se encogió de hombros y clavó en mí sus ojos oscuros con unamezcla de escepticismo e inquietud.«Nos las apañaremos —me dijo en portugués—. Espero que este sea elmenor de sus problemas.»Cuando terminó mi encuentro con Rousseff, Tom y Bill Daley mellevaron apresuradamente a una sala de reuniones cercana, me explicaronque las fuerzas de Gadafi seguían avanzando y que ese era el mejormomento para tomar una decisión. Para dar comienzo formal a lasoperaciones militares tenía que contactar con Mike Mullen. Pero al parecerel sistema de comunicaciones móviles seguras de última generación, el quedebía permitirme ejercer como comandante en jefe desde cualquier lugardel planeta, no funcionaba.—Lo siento, señor presidente... Seguimos teniendo problemas paraconectar.Mientras nuestros técnicos de comunicaciones se afanaban en encontraralgún cable mal conectado o algún portal averiado, me senté en una silla ycogí un puñado de almendras de un cuenco que había sobre una mesaauxiliar. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de preocuparme por losdetalles logísticos de la presidencia, pues sabía que en todo momento teníaa mi alrededor un equipo sumamente competente. Aun así, podía ver cómose formaban gotas de sudor en la frente de los allí presentes. A Bill, en suprimer viaje al extranjero como jefe de gabinete y notando claramente losefectos de la presión, parecía que le iba a dar un ataque.—¡Esto es increíble! —dijo con un tono de voz cada vez más agudo.Miré el reloj. Habían transcurrido diez minutos, y nos esperaban ennuestra siguiente reunión con los brasileños. Me volví hacia Bill y Tom, queparecían a punto de estrangular a alguien.—¿Por qué no usamos simplemente tu teléfono móvil? —le dije a Bill.—¿Qué?—No será una conversación larga. Mira a ver si tienes suficientecobertura.Tras un debate entre los miembros del equipo sobre si era aconsejableque utilizase una línea no segura, Bill marcó el número y me pasó suteléfono.—¿Mike? —dije—. ¿Me oyes?—Sí, presidente.—Tienes mi autorización.
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causando. Se encogió de hombros y clavó en mí sus ojos oscuros con una
mezcla de escepticismo e inquietud.
«Nos las apañaremos —me dijo en portugués—. Espero que este sea el
menor de sus problemas.»
Cuando terminó mi encuentro con Rousseff, Tom y Bill Daley me
llevaron apresuradamente a una sala de reuniones cercana, me explicaron
que las fuerzas de Gadafi seguían avanzando y que ese era el mejor
momento para tomar una decisión. Para dar comienzo formal a las
operaciones militares tenía que contactar con Mike Mullen. Pero al parecer
el sistema de comunicaciones móviles seguras de última generación, el que
debía permitirme ejercer como comandante en jefe desde cualquier lugar
del planeta, no funcionaba.
—Lo siento, señor presidente... Seguimos teniendo problemas para
conectar.
Mientras nuestros técnicos de comunicaciones se afanaban en encontrar
algún cable mal conectado o algún portal averiado, me senté en una silla y
cogí un puñado de almendras de un cuenco que había sobre una mesa
auxiliar. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de preocuparme por los
detalles logísticos de la presidencia, pues sabía que en todo momento tenía
a mi alrededor un equipo sumamente competente. Aun así, podía ver cómo
se formaban gotas de sudor en la frente de los allí presentes. A Bill, en su
primer viaje al extranjero como jefe de gabinete y notando claramente los
efectos de la presión, parecía que le iba a dar un ataque.
—¡Esto es increíble! —dijo con un tono de voz cada vez más agudo.
Miré el reloj. Habían transcurrido diez minutos, y nos esperaban en
nuestra siguiente reunión con los brasileños. Me volví hacia Bill y Tom, que
parecían a punto de estrangular a alguien.
—¿Por qué no usamos simplemente tu teléfono móvil? —le dije a Bill.
—¿Qué?
—No será una conversación larga. Mira a ver si tienes suficiente
cobertura.
Tras un debate entre los miembros del equipo sobre si era aconsejable
que utilizase una línea no segura, Bill marcó el número y me pasó su
teléfono.
—¿Mike? —dije—. ¿Me oyes?
—Sí, presidente.
—Tienes mi autorización.