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Una-tierra-prometida (1)

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necesitaría para reconstruir Libia y para favorecer la transición del país a la

democracia una vez que Gadafi ya no ocupase el poder.

Pedí su opinión a Gates y a Mullen. Aunque seguían siendo reacios a

implicarse en lo que era más que nada una misión humanitaria mientras aún

seguíamos inmersos en otras dos guerras, admitieron que el plan era viable,

limitaba el coste y el riesgo para el personal estadounidense, y

probablemente podría hacer retroceder a Gadafi en cuestión de días.

Susan y su equipo trabajaron con Samantha durante toda la noche, y al

día siguiente distribuimos un borrador de resolución entre los miembros del

Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. De cara a la votación, la duda

principal era si Rusia vetaría la nueva medida, por lo que, mientras Susan

intentaba persuadir a sus homólogos en el hemiciclo de Naciones Unidas,

esperábamos que nuestro trabajo de los dos últimos años con Dmitry

Medvédev nos ayudaría a conseguir su apoyo, insistiendo a Rusia que más

allá del imperativo moral de evitar una atrocidad en masa, tanto a Rusia

como a Estados Unidos les interesaba asegurarse de que no asistíamos a una

prolongada guerra civil en Libia, pues en ese caso el país podría convertirse

en terreno abonado para el terrorismo. Estaba claro que Medvédev tenía

importantes reservas respecto a cualquier iniciativa militar liderada por

Occidente que pudiese conducir a un cambio de régimen, pero tampoco

quería interferir en favor de Gadafi. Al final, el Consejo de Seguridad

aprobó nuestra resolución el 17 de marzo con diez votos a favor, cero en

contra y cinco abstenciones (entre ellas, la rusa). Llamé a los líderes

europeos clave, Sarkozy y Cameron, que apenas disimularon su alivio al

comprobar que les estaba proporcionando una vía para salir del atolladero

en que se habían metido. Al cabo de unos pocos días, ya estaban a punto

todos los elementos de la operación: los europeos aceptaban que sus fuerzas

operaran bajo la estructura de mando de la OTAN y había la suficiente

participación árabe —de jordanos, cataríes y emiratíes— para inmunizarnos

ante las acusaciones de que la misión en Libia era un ejemplo más de cómo

las potencias occidentales hacían la guerra contra el islam.

Cuando el Pentágono ya estaba preparado y esperaba mi orden para

comenzar los ataques aéreos, ofrecí públicamente una última oportunidad a

Gadafi y le insté a retirar sus fuerzas y a respetar el derecho de los libios a

participar en protestas pacíficas. Confiaba en que, con el mundo unido en su

contra, entrase en acción su instinto de supervivencia y tratase de negociar

una salida segura a un país dispuesto a acogerlo, donde podría vivir el resto

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