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Una-tierra-prometida (1)

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pesar de mi humilde rango, se desvivió por echarme una mano en todo lo

relativo a los trabajos de los comités y por mantenerme informado de lo que

se cocía en el Senado.

De hecho, el compañerismo parecía ser la norma. Los viejos toros del

Senado —Ted Kennedy y Orrin Hatch, John Warner y Robert Byrd, Dan

Inouye y Ted Stevens— tenían relaciones de amistad que trascendían las

divisiones políticas, y se comportaban con una familiaridad natural que a mí

me parecía propia de la Gran Generación. Los senadores más jóvenes

socializaban menos y traían consigo las aristas ideológicas más marcadas

que caracterizaban a la Cámara de Representantes desde la era de Gingrich.

Pero incluso con los miembros más conservadores encontraba a menudo

puntos de entendimiento: por ejemplo, Tom Coburn, de Oklahoma, un

cristiano devoto y un irreductible oponente del gasto público, acabó siendo

un amigo sincero y atento, y nuestros equipos trabajaron juntos en medidas

para incrementar la transparencia y reducir el despilfarro en la contratación

pública.

En muchos sentidos, mi primer año en el Senado fue un poco como

revivir mis primeros años en la Asamblea de Illinois, aunque todo tenía

mayores consecuencias, los focos eran más brillantes, y los cabilderos eran

más habilidosos a la hora de esconder los intereses de sus clientes bajo los

ropajes de los grandes principios. A diferencia de la Asamblea estatal,

donde muchos miembros se limitaban a evitar líos, y muchas veces ni

siquiera estaban al tanto de lo que ocurría, mis nuevos colegas estaban

perfectamente informados y no tenían ningún recato a la hora de expresar

sus opiniones, lo que hacía que las reuniones de las comisiones se hicieran

interminables y me llevó a ser mucho más comprensivo con quienes habían

sufrido mi propia verborrea en la Facultad de Derecho y en Springfield.

Al estar en minoría, mis compañeros demócratas y yo teníamos poco que

decir sobre qué proyectos de ley proponían las comisiones y se sometían a

votación en el pleno del Senado. Veíamos cómo los republicanos

presentaban presupuestos que infrafinanciaban la educación o diluían las

medidas para la protección del medioambiente, y nos sentíamos impotentes,

más allá de las proclamas que pudiésemos hacer ante una cámara

mayormente vacía y la mirada ininterrumpida de la cadena C-SPAN. Nos

desesperábamos una y otra vez en votaciones pensadas no tanto para sacar

adelante políticas como para debilitar a los demócratas y servir de leña con

la que avivar el fuego de futuras campañas electorales. Como en Illinois,

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