07.09.2022 Views

Una-tierra-prometida (1)

Create successful ePaper yourself

Turn your PDF publications into a flip-book with our unique Google optimized e-Paper software.

conocido como «Black Hawk derribado», murieron dieciocho soldados y

otros veintisiete resultaron heridos.

Lo cierto es que la guerra nunca es ordenada y siempre tiene

consecuencias indeseadas, incluso cuando se declara contra países

aparentemente desvalidos en nombre de una causa justa. En el caso de

Libia, los defensores de una intervención estadounidense habían intentado

ocultarse esa realidad aferrándose a la idea de imponer una zona de

exclusión aérea para dejar en tierra los aviones militares de Gadafi e

impedir los bombardeos, lo cual presentaban como una manera antiséptica y

exenta de riesgos de salvar al pueblo libio (típica pregunta de un periodista

de la Casa Blanca en aquel momento: «¿Cuánta gente tiene que morir antes

de que tomemos esa medida?»). Lo que no tenían en cuenta era que

imponer una zona de exclusión aérea exigiría que primero disparáramos

misiles contra Trípoli para destruir las defensas de Libia, un acto manifiesto

de guerra contra un país que no representaba una amenaza para nosotros.

Además, tampoco estaba claro que dicha zona de exclusión aérea fuese a

tener efecto alguno, ya que Gadafi estaba utilizando a las fuerzas de tierra y

no los bombardeos aéreos para atacar bastiones de la oposición.

Por otro lado, Estados Unidos seguía sumido en las guerras de Irak y

Afganistán. Acababa de ordenar a sus fuerzas en el Pacífico que ayudaran a

los japoneses a afrontar el peor accidente nuclear desde Chernóbil,

provocado por un tsunami que había arrasado la ciudad de Fuskushima;

estábamos seriamente preocupados por la posibilidad de que la lluvia

radioactiva llegara a la costa oeste. A ello hay que sumarle el hecho de que

estaba gestionando una economía apenas recuperada y un Congreso

republicano que había prometido deshacer todo lo que había conseguido mi

Administración en los primeros dos años, y es justo decir que la idea de

librar una nueva guerra en un país lejano sin importancia estratégica para

Estados Unidos no me parecía prudente en absoluto. Y no era el único. Bill

Daley, quien hacía solo dos meses que era mi jefe de gabinete, parecía

perplejo por que alguien estuviera barajando siquiera esa posibilidad.

«A lo mejor se me escapa algo, señor presidente —dijo durante una de

nuestras reuniones vespertinas—, pero no creo que nos machacaran en las

elecciones de medio mandato porque los votantes no crean que esté

haciendo suficiente en Oriente Próximo. Pregunte a diez personas en la

calle y nueve ni siquiera saben dónde carajo está Libia.»

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!