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Una-tierra-prometida (1)

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Fue más o menos por esa época cuando se formó un coro de voces,

primero entre organizaciones de derechos humanos y algunos columnistas y

más tarde entre miembros del Congreso y gran parte de los medios de

comunicación, que exigía que Estados Unidos emprendiera acciones

militares para frenar a Gadafi. En muchos sentidos, aquello me pareció un

signo de progreso moral. Durante casi toda la historia de Estados Unidos, la

idea de utilizar nuestras fuerzas de combate para impedir que un Gobierno

matara a su propio pueblo habría sido impensable: porque la violencia de

Estado era una constante, porque los políticos estadounidenses no

consideraban que la muerte de camboyanos, argentinos o ugandeses fuera

relevante para nuestros intereses y porque muchos de sus artífices eran

nuestros aliados en la lucha contra el comunismo (esto incluyó el golpe

militar supuestamente respaldado por la CIA que derrocó a un Gobierno

comunista en Indonesia en 1965, dos años antes de que mi madre y yo

llegáramos allí, y causó entre medio millón y un millón de muertes). Pero,

en los años noventa, las denuncias internacionales más tempranas de esos

crímenes, sumadas al ascenso de Estados Unidos como única superpotencia

mundial después de la Guerra Fría, habían propiciado una reevaluación de

la inacción estadounidense y la intervención de la OTAN, liderada por

Estados Unidos, en el sangriento conflicto bosnio. De hecho, nuestra

obligación de priorizar la prevención de atrocidades en política exterior era

el tema del libro de Samantha, que fue uno de los motivos por los que la

traje a la Casa Blanca.

Y, por más que compartiera el impulso de salvar a gente inocente de los

tiranos, era sumamente reacio a ordenar una acción militar contra Libia por

la misma razón que había desechado la propuesta de Samantha de que mi

discurso del Premio Nobel incluyera un argumento a favor de una

«responsabilidad global de proteger» a los civiles de sus propios gobiernos.

¿Dónde terminaría la obligación de intervenir? ¿Y cuáles eran los límites?

¿Cuánta gente debía morir y cuánta estar en peligro para desencadenar una

respuesta militar estadounidense? ¿Por qué Libia y no Congo, por ejemplo,

donde una serie de conflictos civiles habían provocado millones de

muertes? ¿Intervendríamos solo cuando no hubiera posibilidad de bajas

estadounidenses? En 1993, Bill Clinton creía que existían pocos riesgos

cuando envió fuerzas de operaciones especiales a Somalia para capturar a

miembros de la organización de un señor de la guerra en apoyo a las

campañas de pacificación estadounidenses en la región. En el incidente,

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