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Una-tierra-prometida (1)

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para él y su séquito), había sido despiadadamente eficiente a la hora de

aniquilar la disidencia en su país utilizando una combinación de policía

secreta, fuerzas de seguridad y milicias auspiciadas por el Estado para

encarcelar, torturar y asesinar a quien osara oponerse a él. En los años

ochenta, su Gobierno también fue uno de los máximos defensores del

terrorismo en todo el mundo y facilitó ataques tan horrendos como la

bomba del vuelo 103 de Pan Am en 1988, donde murieron ciudadanos de

veintiún países, incluyendo a ciento ochenta y nueve estadounidenses. Más

recientemente, Gadafi había intentado envolverse en un manto de

respetabilidad poniendo fin a su respaldo al terrorismo internacional y

desmantelando su inicial programa nuclear (lo cual llevó a los países

occidentales, entre ellos Estados Unidos, a retomar las relaciones

diplomáticas). Pero en Libia no había cambiado nada.

Transcurrida menos de una semana desde que Mubarak abandonó el

poder en Egipto, las fuerzas de seguridad de Gadafi dispararon contra un

numeroso grupo de civiles que se habían reunido para protestar por la

detención de un abogado a favor de los derechos humanos. Al cabo de unos

días, las protestas se habían extendido y murieron más de cien personas.

Una semana después, gran parte del país se había rebelado abiertamente, y

las fuerzas contrarias a Gadafi se hicieron con el control de Bengasi, la

segunda ciudad más grande de Libia. Diplomáticos y antiguos partidarios

del régimen, incluido el embajador libio ante Naciones Unidas, empezaron

a desertar y apelaron a la comunidad internacional para que acudiera al

rescate del pueblo libio. Acusando a los manifestantes de ser tapaderas de

Al Qaeda, Gadafi inició una campaña de terror y declaró: «Arderá todo». A

principios de marzo, el número de muertos había ascendido a mil.

Consternados por la creciente carnicería, pronto hicimos cuanto pudimos

para contener a Gadafi, excepto utilizar la fuerza militar. Le pedí que

renunciara al poder, argumentando que había perdido la legitimidad para

gobernar. Impusimos sanciones económicas, congelamos miles de millones

de dólares en activos que les pertenecían a él y a su familia y, en el Consejo

de Seguridad de Naciones Unidas, aprobamos un embargo armamentístico y

pusimos el caso de Libia en manos del Tribunal Penal Internacional, donde

Gadafi y otros podrían ser juzgados por crímenes contra la humanidad. Pero

el líder libio no se dejó amedrentar. Los analistas pronosticaban que, cuando

las fuerzas de Gadafi llegaran a Bengasi, podían morir miles de personas.

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