Una-tierra-prometida (1)

eimy.yuli.bautista.cruz
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07.09.2022 Views

habíamos tenido en Egipto, nuestras condenas oficiales al régimen de Al-Ásad (y la posterior imposición de un embargo estadounidense) no tuvieronun efecto real y el presidente sirio podía contar con que Rusia vetaracualquier esfuerzo que hiciéramos por imponer sanciones internacionalesmediante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Con Baréinteníamos el problema contrario: el país era un viejo aliado y albergaba a laQuinta Flota de la Armada de Estados Unidos. Esa relación nos permitiópresionar en privado a Hamad y sus ministros para que respondieranparcialmente a las exigencias de los manifestantes y controlaran la violenciapolicial. Aun así, la clase dirigente del país veía a los manifestantes comoenemigos influidos por Irán a los que había que contener. En concierto conlos saudíes y los emiratíes, el régimen de Baréin nos obligaría a elegir, ytodos éramos conscientes de que, llegado el momento de la verdad, nopodríamos permitirnos arriesgar nuestra posición estratégica en OrientePróximo rompiendo relaciones con tres países del Golfo.En 2011, nadie cuestionaba nuestra influencia limitada en Siria; esollegaría más tarde. Pero, a pesar de las múltiples declaraciones de miAdministración condenando la violencia en Baréin y nuestros esfuerzos pormediar en un diálogo entre el Gobierno y los líderes de la oposición chiímás moderada, el hecho de que no rompiéramos con Hamad, sobre tododespués de nuestra postura hacia Mubarak, fue duramente criticado. Yo notenía una manera elegante de explicar esa aparente inconsistencia más alláde reconocer que el mundo era un caos; que en política exterior tenía queequilibrar sin cesar intereses enfrentados, unos intereses condicionados porlas decisiones de administraciones anteriores y las contingencias delmomento, y que el hecho de que no siempre pudiera anteponer nuestroprograma de derechos humanos a otras consideraciones no significaba queno debiera intentar hacer lo que pudiera, cuando pudiera, para fomentar losque consideraba los más elevados valores estadounidenses.Pero ¿y si un Gobierno empieza a masacrar no a cientos, sino a miles deciudadanos y Estados Unidos tiene poder para impedirlo? Entonces ¿qué?Durante cuarenta y dos años, Muamar el Gadafi había gobernado Libiacon una crueldad que, incluso comparándola con otros dictadores, degeneróen locura. Proclive a gestos ostentosos, diatribas incoherentes y uncomportamiento excéntrico (antes de las reuniones de la Asamblea Generalde Naciones Unidas celebradas en Nueva York en 2009, intentó conseguiraprobación para erigir una enorme tienda beduina en medio de Central Park

para él y su séquito), había sido despiadadamente eficiente a la hora deaniquilar la disidencia en su país utilizando una combinación de policíasecreta, fuerzas de seguridad y milicias auspiciadas por el Estado paraencarcelar, torturar y asesinar a quien osara oponerse a él. En los añosochenta, su Gobierno también fue uno de los máximos defensores delterrorismo en todo el mundo y facilitó ataques tan horrendos como labomba del vuelo 103 de Pan Am en 1988, donde murieron ciudadanos deveintiún países, incluyendo a ciento ochenta y nueve estadounidenses. Másrecientemente, Gadafi había intentado envolverse en un manto derespetabilidad poniendo fin a su respaldo al terrorismo internacional ydesmantelando su inicial programa nuclear (lo cual llevó a los paísesoccidentales, entre ellos Estados Unidos, a retomar las relacionesdiplomáticas). Pero en Libia no había cambiado nada.Transcurrida menos de una semana desde que Mubarak abandonó elpoder en Egipto, las fuerzas de seguridad de Gadafi dispararon contra unnumeroso grupo de civiles que se habían reunido para protestar por ladetención de un abogado a favor de los derechos humanos. Al cabo de unosdías, las protestas se habían extendido y murieron más de cien personas.Una semana después, gran parte del país se había rebelado abiertamente, ylas fuerzas contrarias a Gadafi se hicieron con el control de Bengasi, lasegunda ciudad más grande de Libia. Diplomáticos y antiguos partidariosdel régimen, incluido el embajador libio ante Naciones Unidas, empezarona desertar y apelaron a la comunidad internacional para que acudiera alrescate del pueblo libio. Acusando a los manifestantes de ser tapaderas deAl Qaeda, Gadafi inició una campaña de terror y declaró: «Arderá todo». Aprincipios de marzo, el número de muertos había ascendido a mil.Consternados por la creciente carnicería, pronto hicimos cuanto pudimospara contener a Gadafi, excepto utilizar la fuerza militar. Le pedí querenunciara al poder, argumentando que había perdido la legitimidad paragobernar. Impusimos sanciones económicas, congelamos miles de millonesde dólares en activos que les pertenecían a él y a su familia y, en el Consejode Seguridad de Naciones Unidas, aprobamos un embargo armamentístico ypusimos el caso de Libia en manos del Tribunal Penal Internacional, dondeGadafi y otros podrían ser juzgados por crímenes contra la humanidad. Peroel líder libio no se dejó amedrentar. Los analistas pronosticaban que, cuandolas fuerzas de Gadafi llegaran a Bengasi, podían morir miles de personas.

habíamos tenido en Egipto, nuestras condenas oficiales al régimen de Al-

Ásad (y la posterior imposición de un embargo estadounidense) no tuvieron

un efecto real y el presidente sirio podía contar con que Rusia vetara

cualquier esfuerzo que hiciéramos por imponer sanciones internacionales

mediante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Con Baréin

teníamos el problema contrario: el país era un viejo aliado y albergaba a la

Quinta Flota de la Armada de Estados Unidos. Esa relación nos permitió

presionar en privado a Hamad y sus ministros para que respondieran

parcialmente a las exigencias de los manifestantes y controlaran la violencia

policial. Aun así, la clase dirigente del país veía a los manifestantes como

enemigos influidos por Irán a los que había que contener. En concierto con

los saudíes y los emiratíes, el régimen de Baréin nos obligaría a elegir, y

todos éramos conscientes de que, llegado el momento de la verdad, no

podríamos permitirnos arriesgar nuestra posición estratégica en Oriente

Próximo rompiendo relaciones con tres países del Golfo.

En 2011, nadie cuestionaba nuestra influencia limitada en Siria; eso

llegaría más tarde. Pero, a pesar de las múltiples declaraciones de mi

Administración condenando la violencia en Baréin y nuestros esfuerzos por

mediar en un diálogo entre el Gobierno y los líderes de la oposición chií

más moderada, el hecho de que no rompiéramos con Hamad, sobre todo

después de nuestra postura hacia Mubarak, fue duramente criticado. Yo no

tenía una manera elegante de explicar esa aparente inconsistencia más allá

de reconocer que el mundo era un caos; que en política exterior tenía que

equilibrar sin cesar intereses enfrentados, unos intereses condicionados por

las decisiones de administraciones anteriores y las contingencias del

momento, y que el hecho de que no siempre pudiera anteponer nuestro

programa de derechos humanos a otras consideraciones no significaba que

no debiera intentar hacer lo que pudiera, cuando pudiera, para fomentar los

que consideraba los más elevados valores estadounidenses.

Pero ¿y si un Gobierno empieza a masacrar no a cientos, sino a miles de

ciudadanos y Estados Unidos tiene poder para impedirlo? Entonces ¿qué?

Durante cuarenta y dos años, Muamar el Gadafi había gobernado Libia

con una crueldad que, incluso comparándola con otros dictadores, degeneró

en locura. Proclive a gestos ostentosos, diatribas incoherentes y un

comportamiento excéntrico (antes de las reuniones de la Asamblea General

de Naciones Unidas celebradas en Nueva York en 2009, intentó conseguir

aprobación para erigir una enorme tienda beduina en medio de Central Park

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