Una-tierra-prometida (1)
formar parte de la Administración. Al recorrer la columnata camino de larueda de prensa, Ben no podía borrar su sonrisa. «Es increíble ser parte dela historia», dijo. Katie imprimió una foto de agencia y la dejó encima demi mesa. En ella aparecía un grupo de jóvenes manifestantes en la plazaegipcia que sostenían un cartel con el lema «Sí se puede».Me sentí aliviado y prudentemente esperanzado. Aun así, a vecespensaba en Mubarak, que unos meses antes había sido mi invitado en elantiguo comedor familiar. Al parecer, en lugar de huir del país, el ancianolíder se había instalado en su residencia privada de Sharm el-Sheij. Me loimaginé allí, solo con sus pensamientos, sentado en un fastuoso salón en elque una tenue luz proyectaba sombras sobre su rostro.Sabía que, a pesar de las celebraciones y el optimismo imperante, latransición en Egipto era tan solo el comienzo de una batalla por el alma delmundo árabe; una batalla cuyo resultado no era en modo alguno seguro.Recordé la conversación que mantuve con Mohamed bin Zayed, el príncipede Abu Dabi y gobernante de facto de los Emiratos Árabes Unidos,inmediatamente después de pedirle a Mubarak que dimitiera. Joven,cosmopolita, próximo a los saudíes y tal vez el líder más perspicaz delGolfo, MBZ, como nosotros lo llamábamos, no se mordió la lengua aldescribir la acogida que estaba teniendo la noticia en la región.MBZ me dijo que las declaraciones estadounidenses sobre Egipto eranseguidas con atención y mucha preocupación en el Golfo. ¿Qué ocurriría silos manifestantes en Baréin pedían la dimisión del rey Hamad? ¿Lasdeclaraciones de Estados Unidos serían similares a las del caso egipcio?Le dije que esperaba trabajar con él y otros para no tener que elegir entrelos Hermanos Musulmanes y unos enfrentamientos potencialmenteviolentos entre algunos gobiernos y su pueblo.«El mensaje público no afecta a Mubarak sino a la región», dijo MBZ.Sugirió que si Egipto se desmoronaba y los Hermanos Musulmanestomaban las riendas, caerían otros ocho líderes árabes, y por ello mideclaración era crucial. «Demuestra —dijo— que Estados Unidos no es unsocio en el que se pueda confiar a largo plazo.»Su voz era pausada y fría, y me di cuenta de que no era tanto una peticiónde ayuda como una advertencia. Ocurriese lo que ocurriera con Mubarak, elviejo orden no tenía intención de renunciar al poder sin presentar batalla.
Las manifestaciones contra el Gobierno en otros países no hicieron sinocrecer e intensificarse tras la dimisión de Mubarak, y cada vez más gentecreía que el cambio era posible. Varios regímenes consiguieron por lomenos hacer reformas simbólicas en respuesta a las exigencias de losmanifestantes a la vez que evitaban grandes derramamientos de sangre orevueltas: Argelia derogó el estado de emergencia después de diecinueveaños, el rey de Marruecos trazó reformas constitucionales que ampliabanmodestamente el poder del Parlamento electo del país, y el monarca jordanopronto haría lo mismo. Pero, para muchos gobernantes árabes, la principallección que aportó Egipto era la necesidad de aplastar sistemática ydespiadadamente las protestas, por mucha violencia que ello exigiera y pormás críticas internacionales que generara dicha represión.Dos de los países que ejercieron la peor violencia fueron Siria y Baréin,donde las divisiones sectarias eran intensas y unas minorías privilegiadasgobernaban a unas mayorías numerosas y resentidas. En Siria, la detencióny tortura en marzo de 2011 de quince colegiales que habían hecho pintadascontra el Gobierno en muros de la ciudad desencadenaron importantesprotestas contra el régimen del presidente Bashar al-Ásad, dominado por loschiíes alauitas, en muchas comunidades predominantemente suníes del país.Cuando los gases lacrimógenos, los cañones de agua, las palizas y lasdetenciones masivas no lograron contener las manifestaciones, las fuerzasde seguridad de Al-Ásad emprendieron operaciones militares a gran escalaen varias ciudades que incluyeron disparos, tanques y registros casa porcasa. Mientras tanto, tal como había predicho MBZ, en la pequeña nacióninsular de Baréin, se celebraron enormes manifestaciones mayoritariamentechiíes contra el Gobierno del rey Hamad bin Isa bin Salman al-Jalifa en lacapital, Manama, y el Gobierno respondió con la fuerza y mató a docenasde manifestantes e hirió a centenares más. Cuando la indignación por labrutalidad policial alimentó manifestaciones aún más grandes, el asediadoHamad fue más allá y dio el paso inaudito de pedir a divisiones armadas delos ejércitos de Arabia Saudí y Emiratos Árabes ayuda para reprimir a suspropios ciudadanos.Mi equipo y yo pasamos horas discutiendo cómo podía influir EstadosUnidos en los acontecimientos que estaban produciéndose en Siria y Baréin.Por desgracia, nuestras opciones eran limitadas. Siria era un viejoadversario de Estados Unidos, históricamente aliado con Rusia e Irán, ydefensor de Hezbolá. Sin la influencia económica, militar o diplomática que
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Las manifestaciones contra el Gobierno en otros países no hicieron sino
crecer e intensificarse tras la dimisión de Mubarak, y cada vez más gente
creía que el cambio era posible. Varios regímenes consiguieron por lo
menos hacer reformas simbólicas en respuesta a las exigencias de los
manifestantes a la vez que evitaban grandes derramamientos de sangre o
revueltas: Argelia derogó el estado de emergencia después de diecinueve
años, el rey de Marruecos trazó reformas constitucionales que ampliaban
modestamente el poder del Parlamento electo del país, y el monarca jordano
pronto haría lo mismo. Pero, para muchos gobernantes árabes, la principal
lección que aportó Egipto era la necesidad de aplastar sistemática y
despiadadamente las protestas, por mucha violencia que ello exigiera y por
más críticas internacionales que generara dicha represión.
Dos de los países que ejercieron la peor violencia fueron Siria y Baréin,
donde las divisiones sectarias eran intensas y unas minorías privilegiadas
gobernaban a unas mayorías numerosas y resentidas. En Siria, la detención
y tortura en marzo de 2011 de quince colegiales que habían hecho pintadas
contra el Gobierno en muros de la ciudad desencadenaron importantes
protestas contra el régimen del presidente Bashar al-Ásad, dominado por los
chiíes alauitas, en muchas comunidades predominantemente suníes del país.
Cuando los gases lacrimógenos, los cañones de agua, las palizas y las
detenciones masivas no lograron contener las manifestaciones, las fuerzas
de seguridad de Al-Ásad emprendieron operaciones militares a gran escala
en varias ciudades que incluyeron disparos, tanques y registros casa por
casa. Mientras tanto, tal como había predicho MBZ, en la pequeña nación
insular de Baréin, se celebraron enormes manifestaciones mayoritariamente
chiíes contra el Gobierno del rey Hamad bin Isa bin Salman al-Jalifa en la
capital, Manama, y el Gobierno respondió con la fuerza y mató a docenas
de manifestantes e hirió a centenares más. Cuando la indignación por la
brutalidad policial alimentó manifestaciones aún más grandes, el asediado
Hamad fue más allá y dio el paso inaudito de pedir a divisiones armadas de
los ejércitos de Arabia Saudí y Emiratos Árabes ayuda para reprimir a sus
propios ciudadanos.
Mi equipo y yo pasamos horas discutiendo cómo podía influir Estados
Unidos en los acontecimientos que estaban produciéndose en Siria y Baréin.
Por desgracia, nuestras opciones eran limitadas. Siria era un viejo
adversario de Estados Unidos, históricamente aliado con Rusia e Irán, y
defensor de Hezbolá. Sin la influencia económica, militar o diplomática que