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Una-tierra-prometida (1)

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perdidos, las ayudas a los veteranos canceladas o los préstamos de la

Administración de Pequeños Negocios.

«Puede que a la gente no le guste cómo votas —dijo Pete—, ¡pero nunca

te acusarán de que no respondes al correo!»

Con la oficina en buenas manos, podía dedicar la mayor parte de mi

tiempo a estudiar otros asuntos y a conocer a los demás senadores. Mi tarea

se vio facilitada por la generosidad de Dick Durbin, el senador veterano por

Illinois, amigo y discípulo de Paul Simon, y uno de los polemistas más

dotados del Senado. En una cultura de egos desmedidos, en la que los

senadores no solían ver con buenos ojos que un colega inexperto acaparase

más atención mediática que ellos, Dick siempre se mostró amable. Me guio

por las salas del Senado, se empeñó en que su equipo compartiera el

reconocimiento con nosotros en varios proyectos relacionados con Illinois,

y conservó la paciencia y el buen humor cuando —en los desayunos con

votantes que organizábamos conjuntamente los jueves por la mañana— los

visitantes se pasaban buena parte del tiempo pidiéndome fotos y autógrafos.

Lo mismo podía decirse de Harry Reid, el nuevo líder demócrata. La

trayectoria de Harry hasta llegar al Senado había sido al menos tan

improbable como la mía. Había nacido en la extrema pobreza en el

pueblecito de Searchlight, Nevada, hijo de un minero y una lavandera, y

había vivido sus primeros años en una chabola sin agua corriente ni

teléfono. De algún modo se había abierto camino con uñas y dientes hasta

llegar a la universidad, y desde ahí a la Escuela de Derecho de la

Universidad George Washington; para pagarse los estudios, había trabajado

entre clase y clase como agente uniformado de la Policía Federal del

Capitolio, y era el primero en reconocer que aún tenía clavada esa espina.

«Barack, ¿sabías que boxeé de niño? —me dijo con su voz susurrante

cuando nos conocimos—. Y desde luego no era un gran atleta. No era

grande y fuerte. Pero sí tenía dos cualidades: soportaba los golpes y no me

daba por vencido.»

Esa sensación de haber salido adelante contra todo pronóstico

probablemente explique por qué, a pesar de nuestras diferencias en edad y

experiencia, Harry y yo congeniamos. No era dado a mostrar sus

emociones, y de hecho tenía la desconcertante costumbre de saltarse la

cháchara habitual en cualquier conversación, especialmente por teléfono. A

veces descubrías a mitad de una frase que ya había colgado. Pero, en la

misma medida en que Emil Jones lo había hecho en la Asamblea estatal y a

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