Una-tierra-prometida (1)
que no estaba dispuesto a cruzar. Sería demasiado perjudicial para la idea deEstados Unidos. Sería demasiado perjudicial para mí.«Preparemos un comunicado —dije a mi equipo—. Vamos a pedir aMubarak que dimita ahora mismo.»Contrariamente a las creencias de muchos en el mundo árabe (y bastantesperiodistas norteamericanos), Estados Unidos no es un gran marionetistaque mueve caprichosamente los hilos de los países con los cuales hacenegocios. Incluso los gobiernos que dependen de nuestra ayuda militar yeconómica piensan ante todo en su supervivencia, y el régimen de Mubarakno era una excepción. Después de anunciar públicamente mi convicción deque ya era hora de que Egipto iniciara una rápida transición hacia un nuevoGobierno, su presidente siguió mostrándose desafiante y puso a pruebahasta qué punto podía intimidar a los manifestantes. Al día siguiente,mientras el ejército egipcio permanecía inmóvil, grupos de seguidores deMubarak acudieron a la plaza Tahrir, algunos a lomos de camellos ycaballos, blandiendo látigos y garrotes, otros arrojaron bombas incendiariasy piedras desde los tejados, y empezaron a atacar a los manifestantes. Tresde ellos murieron y hubo seiscientos heridos. Durante varios días, lasautoridades detuvieron a más de cincuenta periodistas y activistas por losderechos humanos. La violencia se prolongó hasta el día siguiente, junto acontramanifestaciones a gran escala organizadas por el Gobierno. Lasfuerzas favorables a Mubarak incluso agredieron a periodistas extranjeros ylos acusaron de incitar activamente a la oposición.Mi mayor desafío en aquellos días de tensión fue lograr que todos losmiembros de mi Administración estuvieran de acuerdo. El mensaje quesalió de la Casa Blanca era claro. Cuando a Gibbs le preguntaron a qué merefería cuando dije que la transición en Egipto debía comenzar «ya», selimitó a responder: «Ya significa “ayer”». También logramos que nuestrosaliados europeos emitieran un comunicado conjunto similar al mío. Pero,más o menos en el mismo momento, Hillary fue entrevistada en una reuniónde seguridad en Múnich y pareció muy interesada en advertir de lospeligros de una transición rápida en Egipto. En la misma reunión, FrankWisner, que ya no ejercía un papel oficial en la Administración y aseguróhablar como ciudadano, opinó que Mubarak debía seguir en el poder
durante el periodo de transición. Al oírlo, le dije a Katie que localizara a misecretaria de Estado. Cuando la tuve al teléfono, no oculté mi disgusto.«Entiendo perfectamente los problemas que podría conllevar alejarse deMubarak —dije—, pero he tomado una decisión y no puedo permitir que selancen mensajes contradictorios.» Antes de que Hillary pudiera responder,añadí: «Y dígale a Wisner que me importa un comino en calidad de quéhable. Tiene que cerrar la boca».Pese a las frustraciones que experimenté al tratar con una cúpula deseguridad nacional que seguía sintiéndose incómoda con la posibilidad deun Egipto sin Mubarak, esa misma cúpula, en especial el Pentágono y lacomunidad de inteligencia, probablemente tuvo más impacto en eldesenlace en Egipto que cualquier declaración moralista proveniente de laCasa Blanca. Una o dos veces al día pedíamos a Gates, Mullen, Panetta,Brennan, entre otros, que contactaran discretamente con altos mandos delejército y los servicios de inteligencia egipcios para dejar claro que unarepresión autorizada por los militares contra los manifestantes tendríagraves consecuencias para la futura relación entre Estados Unidos y Egipto.Las inferencias de esos contactos entre ejércitos eran claras: la cooperaciónentre Estados Unidos y Egipto y la ayuda que esta conllevaba no dependíande si Mubarak seguía en el poder, así que los generales y jefes deinteligencia egipcios tal vez debían pensar bien qué acciones satisfaríanmejor sus intereses institucionales.Al parecer, nuestros mensajes surtieron efecto, ya que, la noche del 3 defebrero, los soldados egipcios se habían interpuesto entre los partidarios deMubarak y los manifestantes. Las detenciones de periodistas y activistas porlos derechos humanos egipcios empezaron a reducirse. Animados por elcambio de postura del ejército, acudieron más manifestantes pacíficos a laplaza. Mubarak resistió una semana más y juró que no cedería a «laspresiones extranjeras». Pero el 11 de febrero, transcurridas menos de dossemanas y media desde la primera gran protesta en la plaza Tahrir, elvicepresidente Suleiman apareció con aspecto de agotamiento en latelevisión egipcia para anunciar que Mubarak había dejado el cargo y queun Gobierno interino liderado por el Consejo Supremo de las FuerzasArmadas iniciaría el proceso de unas nuevas elecciones.Desde la Casa Blanca vimos en CNN las imágenes de la multitudcelebrándolo en la plaza Tahrir. Muchos asesores estaban exultantes.Samantha me envió un mensaje para decirme lo orgullosa que se sentía de
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que no estaba dispuesto a cruzar. Sería demasiado perjudicial para la idea de
Estados Unidos. Sería demasiado perjudicial para mí.
«Preparemos un comunicado —dije a mi equipo—. Vamos a pedir a
Mubarak que dimita ahora mismo.»
Contrariamente a las creencias de muchos en el mundo árabe (y bastantes
periodistas norteamericanos), Estados Unidos no es un gran marionetista
que mueve caprichosamente los hilos de los países con los cuales hace
negocios. Incluso los gobiernos que dependen de nuestra ayuda militar y
económica piensan ante todo en su supervivencia, y el régimen de Mubarak
no era una excepción. Después de anunciar públicamente mi convicción de
que ya era hora de que Egipto iniciara una rápida transición hacia un nuevo
Gobierno, su presidente siguió mostrándose desafiante y puso a prueba
hasta qué punto podía intimidar a los manifestantes. Al día siguiente,
mientras el ejército egipcio permanecía inmóvil, grupos de seguidores de
Mubarak acudieron a la plaza Tahrir, algunos a lomos de camellos y
caballos, blandiendo látigos y garrotes, otros arrojaron bombas incendiarias
y piedras desde los tejados, y empezaron a atacar a los manifestantes. Tres
de ellos murieron y hubo seiscientos heridos. Durante varios días, las
autoridades detuvieron a más de cincuenta periodistas y activistas por los
derechos humanos. La violencia se prolongó hasta el día siguiente, junto a
contramanifestaciones a gran escala organizadas por el Gobierno. Las
fuerzas favorables a Mubarak incluso agredieron a periodistas extranjeros y
los acusaron de incitar activamente a la oposición.
Mi mayor desafío en aquellos días de tensión fue lograr que todos los
miembros de mi Administración estuvieran de acuerdo. El mensaje que
salió de la Casa Blanca era claro. Cuando a Gibbs le preguntaron a qué me
refería cuando dije que la transición en Egipto debía comenzar «ya», se
limitó a responder: «Ya significa “ayer”». También logramos que nuestros
aliados europeos emitieran un comunicado conjunto similar al mío. Pero,
más o menos en el mismo momento, Hillary fue entrevistada en una reunión
de seguridad en Múnich y pareció muy interesada en advertir de los
peligros de una transición rápida en Egipto. En la misma reunión, Frank
Wisner, que ya no ejercía un papel oficial en la Administración y aseguró
hablar como ciudadano, opinó que Mubarak debía seguir en el poder