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Una-tierra-prometida (1)

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el pasado, no tienen por qué serlo en el futuro. Usted ha servido bien a su

país durante más de treinta años. Quiero asegurarme de que aprovecha este

momento histórico de un modo que deje un gran legado para usted.»

Pasamos así varios minutos y Mubarak insistió en la necesidad de seguir

donde estaba y reiteró que las protestas terminarían pronto. «Conozco a mi

gente —aseguró hacia el final de la llamada—. Son emocionales. Hablaré

con usted más adelante, señor presidente, y podré decirle que yo tenía

razón.»

Colgué el teléfono. Por un momento, la sala quedó en silencio y todos

clavaron su mirada en mí. Había dado a Mubarak mi mejor consejo. Le

había ofrecido un plan para una salida elegante. Sabía que cualquier líder

que lo sustituyera podía acabar siendo peor socio para Estados Unidos y, tal

vez, para el pueblo egipcio. Y lo cierto era que podría haber vivido con

cualquier plan de transición genuino que hubiera propuesto Mubarak,

aunque dejara la actual red del régimen intacta. Era lo bastante realista

como para suponer que, de no haber sido por la terca persistencia de

aquellos jóvenes de la plaza Tahrir, habría trabajado con Mubarak el resto

de mi presidencia pese a lo que representaba, igual que seguiría trabajando

con los demás órdenes autoritarios corruptos y podridos, como a Ben les

gustaba llamarlos, que controlaban la vida en Oriente Próximo y el norte de

África.

Sin embargo, esos jóvenes estaban en la plaza Tahrir. Gracias a su

descarada insistencia en una vida mejor, otros se habían unido a ellos:

madres, obreros, zapateros y taxistas. Al menos por unos breves instantes,

aquellos cientos de miles de personas perdieron el miedo y no dejarían de

manifestarse a menos que Mubarak restableciera ese miedo como solo él

sabía hacerlo: por medio de palizas, disparos, detenciones y torturas. En

momentos anteriores de mi presidencia, no había conseguido influir en la

despiadada represión del régimen iraní contra los manifestantes de la

Revolución Verde. Y tal vez no podría impedir que China o Rusia

aplastaran a sus disidentes. Pero el régimen de Mubarak había recibido

miles de millones de dólares de los contribuyentes estadounidenses; les

proporcionábamos armas, compartíamos información y colaborábamos en

la preparación de sus oficiales. Permitir al receptor de esa ayuda, alguien a

quien llamábamos aliado, que perpetrara una violencia gratuita contra unos

manifestantes pacíficos, mientras el mundo entero observaba, era una línea

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