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Una-tierra-prometida (1)

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más audaz. Al instante se puso a la defensiva, describió a los manifestantes

como miembros de los Hermanos Musulmanes e insistió una vez más en

que la situación volvería pronto a la normalidad. Sin embargo, aceptó mi

petición de mandar a un emisario (Frank Wisner, que había sido embajador

estadounidense en Egipto a finales de los años ochenta) a El Cairo para

realizar consultas privadas más extensas.

Utilizar a Wisner para que hiciera una petición directa al presidente

egipcio había sido idea de Hillary, y me pareció que tenía lógica: era

literalmente un vástago de los dirigentes de la política exterior

estadounidense; su padre había sido un líder icónico durante los años

fundacionales de la CIA y Mubarak lo conocía bien y confiaba en él. Al

mismo tiempo, entendía que la historia de Wisner con el presidente egipcio

y su perspectiva tradicional sobre la diplomacia estadounidense podían

hacer que evaluara las posibilidades de cambio desde una perspectiva

conservadora. Antes de que se fuera, lo llamé para indicarle claramente que

fuera «atrevido»: quería que obligara a Mubarak a anunciar que dimitiría

tras los nuevos comicios, un gesto que esperaba que fuera lo bastante

espectacular y específico para que los manifestantes confiaran en que se

avecinaba ese cambio.

Mientras aguardábamos el desenlace de la misión de Wisner, los medios

de comunicación se centraron más en la reacción de mi Administración a la

crisis y, más concretamente, en el bando en el que estábamos. Hasta ese

momento, habíamos hecho poco más que emitir comunicados genéricos

para ganar tiempo. Pero los periodistas de Washington, muchos de los

cuales consideraban atractiva la causa de los jóvenes manifestantes,

empezaron a preguntar con insistencia a Gibbs por qué no apoyábamos de

manera inequívoca a las fuerzas de la democracia. Por su parte, los líderes

extranjeros de la región querían saber por qué no respaldábamos más

enérgicamente a Mubarak. Bibi Netanyahu insistía en que mantener el

orden y la estabilidad en Egipto era lo más importante y me dijo que, de lo

contrario, «Irán intervendrá en dos segundos». El rey Abdalá de Arabia

Saudí estaba aún más alarmado; la propagación de las protestas en la zona

constituía una amenaza existencial para una monarquía familiar que durante

mucho tiempo había acallado cualquier forma de discrepancia interna.

También creía que los manifestantes egipcios en realidad no hablaban por sí

mismos. Enumeró las «cuatro facciones» que en su opinión estaban detrás

de las protestas: los Hermanos Musulmanes, Hezbolá, Al Qaeda y Hamás.

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