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Una-tierra-prometida (1)

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su estupor, el 28 de enero, Mubarak habló en la televisión egipcia para

anunciar que sustituiría su gabinete, pero no dio señales de que pretendiera

responder a las exigencias de una reforma más generalizada. Convencido de

que el problema no desaparecería, consulté a mi equipo de seguridad

nacional para tratar de elaborar una respuesta eficaz. El grupo estaba

dividido, casi por completo por cuestiones generacionales. Los miembros

más mayores y experimentados de mi equipo (Joe, Hillary, Gates y Panetta)

aconsejaban cautela, ya que conocían a Mubarak y habían trabajado con él

durante años. Hicieron hincapié en el papel de su Gobierno para mantener

la paz con Israel, combatir el terrorismo y asociarse con Estados Unidos en

otras cuestiones regionales. Y, aunque reconocían la necesidad de presionar

al líder egipcio para que llevara a cabo la reforma, advirtieron que no había

manera de saber quién o qué podía reemplazarlo. Por su parte, Samantha,

Ben, Denis, Susan Rice y Tony Blinken, el asesor de seguridad nacional de

Joe, estaban convencidos de que, para el pueblo egipcio, Mubarak había

perdido irremediablemente su legitimidad. En lugar de mantener nuestro

vagón enganchado a un orden autoritario y corrupto que se hallaba al borde

del desplome (y que pareciera que aceptábamos un uso cada mayor de la

fuerza contra los manifestantes), consideraban estratégicamente prudente y

moralmente correcto que el Gobierno de Estados Unidos se alineara con las

fuerzas del cambio.

Yo compartía las esperanzas de mis asesores más jóvenes y los temores

de los mayores. Llegué a la conclusión de que nuestra mejor opción para un

resultado positivo era intentar convencer a Mubarak de que aceptara varias

reformas sustanciales, incluido el fin del estado de emergencia, el

restablecimiento de la libertad política y de prensa y el anuncio de una

fecha para unas elecciones nacionales libres y justas. Esa «transición

ordenada», como la describía Hillary, daría tiempo a los partidos de la

oposición y los posibles candidatos para conseguir seguidores y desarrollar

planes serios de gobierno. También permitiría a Mubarak retirarse como un

anciano hombre de Estado, lo cual podía ayudar a mitigar las percepciones

que imperaban en la región de que estábamos dispuestos a echar a antiguos

aliados al menor atisbo de problemas.

Evidentemente, intentar convencer a un déspota envejecido y asediado de

que cabalgara hacia el horizonte, aunque eso le interesara, sería una

operación delicada. Tras el debate en la sala de Crisis, llamé de nuevo a

Mubarak para plantearle la idea de que presentara un paquete de reformas

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