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Una-tierra-prometida (1)

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la brutalidad policial y las restricciones a la libertad política. Miles de

personas participaron en protestas similares en todo el país. La policía

intentó dispersar a la multitud utilizando porras, cañones de agua, balas de

goma y gas lacrimógeno, y el Gobierno de Mubarak no solo prohibió

oficialmente las manifestaciones, sino que bloqueó Facebook, YouTube y

Twitter para intentar reducir la capacidad de los manifestantes para

organizarse o conectar con el mundo exterior. Durante varios días y noches,

la plaza Tahrir pareció una acampada permanente en la que legiones de

egipcios desafiaron a su presidente y exigieron «pan, libertad y dignidad».

Ese era precisamente el escenario que mi directriz de estudio presidencial

quería evitar: el Gobierno estadounidense atrapado de repente entre un

aliado represivo pero fiable y una población que insistía en el cambio y que

expresaba unas aspiraciones democráticas que nosotros afirmábamos

defender. Mubarak parecía ajeno a las revueltas que estaban produciéndose

a su alrededor, lo cual era alarmante. Había hablado con él por teléfono una

semana antes y había sido útil y receptivo cuando comentamos cómo

devolver a israelíes y palestinos a la mesa de negociación, así como el

llamamiento de su Gobierno a la unidad en respuesta al atentado que habían

perpetrado unos extremistas musulmanes en una iglesia cristiana copta de

Alejandría. Pero cuando planteé la posibilidad de que las protestas iniciadas

en Túnez pudieran propagarse a su país, Mubarak lo descartó, aduciendo

que «Egipto no es Túnez». Me aseguró que cualquier protesta contra su

Gobierno se apagaría enseguida. Al escuchar su voz, me lo imaginé sentado

en una de las salas cavernosas y suntuosamente decoradas del palacio

presidencial en las que nos reunimos por primera vez, con las cortinas

echadas y él con aspecto majestuoso en una silla de respaldo alto mientras

varios asistentes tomaban notas o simplemente observaban, preparados para

atender sus necesidades. Al estar tan aislado, vería lo que quisiera ver,

pensé, y oiría lo que quisiera oír, y nada de eso era un buen presagio.

Mientras tanto, las imágenes de la plaza Tahrir me traían otros recuerdos.

Las multitudes de aquellos primeros días parecían desproporcionadamente

jóvenes y laicas, como los estudiantes y activistas que asistieron a mi

discurso en El Cairo. En las entrevistas parecían reflexivos e informados, e

insistían en su rechazo a la violencia y en su deseo de pluralismo

democrático, un Estado de derecho y una economía moderna e innovadora

que trajera empleos y mejorara el nivel de vida. En su idealismo y coraje al

desafiar a un orden social opresivo no parecían distintos de los jóvenes que

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