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Una-tierra-prometida (1)

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inteligencia. Deberíamos calibrar la estrategia para que los aliados de la

región tuvieran tiempo de adaptarse.

—¿Y alguien está elaborando esa estrategia? —preguntó Samantha.

Sonreí al ver los engranajes girando en su cabeza.

Poco después, Samantha y tres compañeros del Consejo de Seguridad

Nacional (Dennis Ross, Gayle Smith y Jeremy Weinstein) me presentaron

un proyecto para una directriz de estudio presidencial que afirmaba que los

intereses estadounidenses en la estabilidad de Oriente Próximo y el norte de

África se veían afectados negativamente por el apoyo incondicional de

nuestro país a varios regímenes autoritarios. En agosto, utilicé esa directriz

para pedir al Departamento de Estado, el Pentágono, la CIA y otros

organismos gubernamentales que estudiaran cómo podía Estados Unidos

alentar grandes reformas políticas y económicas en la región para acercar a

esas naciones a los principios del gobierno abierto para que pudieran evitar

las revueltas desestabilizadoras, la violencia, el caos y las repercusiones

impredecibles que tan a menudo acompañaban a un cambio repentino. El

equipo del Consejo de Seguridad Nacional acordó celebrar reuniones

quincenales con expertos en Oriente Próximo pertenecientes a todos los

estamentos del Gobierno con el propósito de desarrollar ideas concretas

para reorientar la política estadounidense.

Como cabía esperar, muchos diplomáticos y expertos veteranos con los

que hablaron expresaron su escepticismo en cuanto a la necesidad de

cambios en la política estadounidense y argumentaron que, por

desagradables que fueran algunos de nuestros aliados árabes, el statu quo

satisfacía los principales intereses del país, algo que no estaría garantizado

si ocupaban su lugar gobiernos más populistas. Pero, con el tiempo, el

equipo logró estipular una serie de principios coherentes que guiaran un

cambio de estrategia. Según el plan emergente, se esperaba que autoridades

estadounidenses de todos los organismos lanzaran un mensaje consecuente

y coordinado sobre la necesidad de una reforma. Desarrollarían

recomendaciones concretas para liberalizar la vida política y civil en varios

países y ofrecerían nuevos incentivos para alentar su adopción. A mediados

de diciembre, los documentos que exponían la estrategia estaban

prácticamente listos para mi aprobación y, aunque sabía que Oriente

Próximo no cambiaría de la noche a la mañana, el hecho de que

empezáramos a llevar la maquinaria de política exterior estadounidense en

la dirección adecuada me infundió ánimos.

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