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Una-tierra-prometida (1)

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se había visto afectada por el cinismo, los cálculos fríos o la cautela

disfrazada de sabiduría. Y sospecho que, precisamente porque conocía esa

faceta mía y sabía qué teclas pulsar, a veces me volvía loco. No la veía

mucho en el día a día, y ese era parte del problema. Siempre que Samantha

se hacía un hueco en mi calendario, se sentía obligada a recordarme todos

los errores que aún no había subsanado («Y bien, ¿qué ideales hemos

traicionado últimamente?», le preguntaba yo). Por ejemplo, quedó desolada

cuando, durante el día de conmemoración del genocidio armenio, no

mencioné explícitamente el genocidio armenio de principios del siglo XX a

manos de los turcos (la necesidad de nombrar el genocidio de manera

inequívoca era una tesis central de su libro). Pero yo tenía buenos motivos

para no hacer declaraciones en aquel momento (los turcos se mostraban

muy susceptibles con el tema y yo mantenía delicadas negociaciones con el

presidente Erdogan para administrar la retirada estadounidense de Irak),

pero, aun así, me hizo sentir deshonesto. Aunque la insistencia de Samantha

podía ser exasperante, de vez en cuando necesitaba una dosis de su pasión e

integridad, no solo para hacer una revisión de mi conciencia, sino también

porque a menudo tenía sugerencias concretas y creativas para afrontar

problemas complejos en los que ningún miembro de la Administración

había pensado.

Nuestro almuerzo en mayo de 2010 fue una prueba de ello. Samantha

apareció aquel día dispuesta a hablar de Oriente Próximo y, más

concretamente, del hecho de que Estados Unidos no hubiera formulado una

protesta oficial por que, recientemente, el Gobierno egipcio había ampliado

un estado «de emergencia» que seguía vigente desde la elección de

Mubarak en 1981. Dicha ampliación codificaba su poder dictatorial

anulando los derechos constitucionales de los egipcios. «Entiendo que hay

consideraciones estratégicas en cuanto a Egipto —dijo—, pero ¿alguien se

ha parado a pensar si es una buena estrategia?»

Le dije que yo sí lo había hecho. No era un gran admirador de Mubarak,

pero había llegado a la conclusión de que una declaración aislada criticando

una ley vigente casi treinta años no serviría de mucho.

—El Gobierno de Estados Unidos es un transatlántico —respondí—, no

una lancha motora. Si queremos cambiar nuestra perspectiva sobre la

región, necesitamos una estrategia que se desarrolle con el tiempo.

Tendríamos que ganarnos la confianza del Pentágono y del personal de

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