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Una-tierra-prometida (1)

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La conocí cuando estaba en el Senado, después de leer Problema

infernal: Estados Unidos en la era del genocidio , su libro ganador del

Pulitzer, un debate apasionado y sumamente razonado sobre la indiferente

respuesta de Estados Unidos al genocidio y la necesidad de un liderazgo

global más fuerte para impedir atrocidades de masas. En aquel momento,

Samantha era profesora en Harvard y, cuando contacté con ella, aceptó con

entusiasmo mi propuesta de que intercambiáramos ideas durante una cena

la próxima vez que estuviera en Washington. Resultó que era más joven de

lo que esperaba, unos treinta y cinco años. Era alta y desgarbada, pelirroja,

con pecas, las pestañas gruesas y unos ojos grandes y casi tristes que

formaban arrugas en las comisuras cuando se reía. También era intensa. Ella

y su madre, de origen irlandés, habían emigrado a Estados Unidos cuando

tenía nueve años. Jugó al baloncesto en el instituto, se licenció en Yale y

cubrió la guerra de Bosnia como periodista independiente. Sus experiencias

en el país, donde fue testigo de las matanzas y la limpieza étnica, la habían

inspirado a obtener una licenciatura en Derecho con la esperanza de que eso

le ofreciera las herramientas necesarias para sanar parte de la locura del

mundo. Aquella noche, después de enumerarme una exhaustiva lista de los

errores que había cometido Estados Unidos en materia de política exterior y

que, insistía, había que corregir, le propuse que abandonara la torre de

marfil y trabajara una temporada conmigo.

La conversación que entablamos en aquella cena continuó

intermitentemente durante varios años. Samantha se incorporó a mi equipo

en el Senado como asesora de política exterior y ofreció consejos en

cuestiones como el genocidio que estaba produciéndose en Darfur. Trabajó

en mi campaña presidencial, donde conoció a su futuro marido, mi amigo y

más tarde zar legislativo Cass Sunstein, y se convirtió en una de nuestras

principales sustitutas en política exterior (tuve que sentarla en el banquillo y

apartarla de la campaña cuando, en lo que creía que era un off the record

con un periodista, tildó a Hillary de «monstruo»). Después de las

elecciones, le ofrecí un cargo de responsabilidad en el Consejo de

Seguridad Nacional, donde desarrolló una excelente labor, casi siempre

entre bastidores, incluido el diseño de una iniciativa global para aumentar la

transparencia gubernamental y reducir la corrupción en países de todo el

mundo.

Samantha era una de mis mejores amigas en la Casa Blanca. Al igual que

Ben, evocaba mi idealismo de juventud, aquella parte de mí que todavía no

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