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Una-tierra-prometida (1)

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Nos preocupaba sobre todo la naturaleza autocrática y represiva de casi

todos los gobiernos árabes, no solo la falta de una auténtica democracia,

sino también el hecho de que quienes ostentaban el poder parecían no

responsabilizarse en absoluto de la gente a la que gobernaban. Aunque las

condiciones variaban de un país a otro, la mayoría de esos líderes ejercían

su control por medio de una vieja fórmula despótica que conllevaba una

participación y expresión política limitadas, una intimidación y vigilancia

generalizadas a manos de la policía o los servicios de seguridad interna,

unos sistemas judiciales disfuncionales y protecciones insuficientes para los

procesos legales de garantías, elecciones amañadas (o inexistentes), un

ejército arraigado, una intensa censura a la prensa y una corrupción

descontrolada. Muchos de esos regímenes existían desde hacía décadas y

sobrevivían gracias a apelaciones nacionalistas, creencias religiosas

comunes, lazos tribales o familiares y redes clientelistas. Era posible que la

represión de la disidencia, sumado a una inercia absoluta, bastara para

mantenerlos un tiempo. Pero aunque nuestros organismos de espionaje se

dedicaban principalmente a investigar las actividades de las redes terroristas

y nuestros diplomáticos no siempre estaban en sintonía con lo que ocurría

en «la calle árabe», detectábamos muestras de un descontento cada vez

mayor entre los árabes de a pie, quienes, ante la falta de canales legítimos

para expresar esa frustración, podían traer problemas. O, como le dije a

Denis al regresar de mi primera visita a la región como presidente: «En

algún momento, en algún lugar, las cosas estallarán».

¿Qué podíamos hacer con ese conocimiento? Ese era el problema.

Durante al menos medio siglo, la política estadounidense en Oriente

Próximo había consistido fundamentalmente en mantener la estabilidad, en

impedir la alteración del suministro de petróleo y en evitar que las potencias

adversarias (primero los soviéticos y luego los iraníes) acrecentaran su

influencia. Después del 11-S, el antiterrorismo cobró protagonismo. Al

perseguir esos objetivos, habíamos convertido a algunos autócratas en

nuestros aliados. Al fin y al cabo, eran predecibles y su máximo interés era

mantener el control. Albergaban nuestras bases militares y cooperaban con

nuestros planes antiterroristas. Y, obviamente, hicieron muchos negocios

con compañías estadounidenses. Gran parte de nuestro aparato de seguridad

nacional en la región dependía de su cooperación y, en muchos casos,

estaba sumamente involucrado con los suyos. De vez en cuando llegaba un

informe del Pentágono o de Langley que recomendaba que la política

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